Viene del capítulo dos.

Antes de llegar al puerto de General Lagos, 30 kilómetros al sur del Gran Rosario, el capitán Florin Filip y el primer oficial Robert Racovita invitan a los marineros a tomar un whisky. No es habitual. Hablan de los polizones.

El 26 de julio de 2013 arriban al puerto privado de la cerealera Dreyfus. El juez Vera Barros entiende que los crímenes cometidos en alta mar deben ser investigados en el país del primer puerto de arribe, según jurisprudencia nacional. Prefectura toma el control del RM Power e informa al capitán de la causa penal abierta por supuesto homicidio el 7 de julio pasado. 

El 28 de julio declaran 13 tripulantes ante el fiscal federal Mario Gambacorta. No son los acusados. Son posibles testigos. Nadie aporta nada. Solo mencionan los siete polizones que devolvieron a tierra firme en República Democrática del Congo pero no hablan de los cuatro hallados en pleno viaje, en altamar.

Al día siguiente, la Agencia Marítima Hellas Mar SA, responsable del buque con bandera de las Islas Marshall, mete presión. A través de un apoderado local, le pide al juez Vera Barros que permita desembarcar a nueve tripulantes que pidieron volver a su país y que libere la nave para seguir con sus operaciones de carga. Antes de despedirse, le recuerda al magistrado: “A fin de evitar enormes perjuicios económicos y previendo que se pueda producir un congestionamiento en el tráfico de buques reitero que sería de suma urgencia permitir que el buque vuelva a operar normalmente”.

Un enviado de la República de las Islas Marshall se pone a disposición del juez rosarino. Un hombre con un prolijo traje azul y una camisa blanca, más bien un representante comercial que un cónsul. Se presenta en un perfecto español en el despacho del palacio de los Tribunales Federales de bulevar Oroño. Le deja una tarjeta con sus datos: “Franco Piccirillo. General Manager. South América”. Antes de irse, saca de un portafolio unos folletines con los atributos de las islas, como si fuera una promoción turística. No se volverán a ver. 

El 30 de julio, Islas Marshall envía a la Prefectura argentina una nota con su “investigación penal preliminar”. Aunque se había excusado de tomar el caso, ahora informa que interrogó a los 21 tripulantes en privado, que todos negaron los hechos, que no existen otras evidencias y concluye que “el supuesto incidente no ocurrió”. Los defensores oficiales también reclaman: el juez no tiene competencia y debe liberar a los detenidos.

La causa parece naufragar a poco de iniciarse. Hasta que el jueves 1° de agosto el RM Power se devora otra víctima. 

–¡Hombre al agua! –grita alguien.

–¡Hombre al agua, hombre al agua! –repite la voz que ahora se escucha en todo el barco por los parlantes. 

Los marineros se asoman a cubierta. El contramaestre Danilo Dumogho, el jefe de la tripulación de cubierta y uno de los acusados por el cuádruple crimen de los polizones, bracea en el río marrón y pide ayuda. La correntada se lo lleva. El primer oficial Robert Racovita, otro de los sospechosos, arroja un salvavidas pero cae lejos. Todo ocurre muy rápido y nadie llega a bajar un bote salvavidas.

Avisan a Prefectura a las 17.30 y dos lanchas de guardacostas buscan al caído. No hay rastros del contramaestre filipino. El subprefecto Julio Aquino sube al buque a investigar lo ocurrido. Racovita le dice que Dumogho se cayó al agua. Pero nadie cuenta si fue un accidente, se tiró o lo arrojaron al río desde la cubierta. Un tripulante se le acerca nervioso.

Es Iulian Berbec, segundo oficial, rumano, un escalón por debajo de Racovita en la cadena de mando. Le hace dos señas con la mano: primero le muestra cuatro dedos y después hace como una guillotina que cae sobre el cuello. El subprefecto Aquino lo aparta y lo lleva a un camarote. Berbec lo abraza y le susurra al oído en inglés su secreto.

El agente federal le pide que lo escriba. Agarra un papel y una birome. Le da la nota y Aquino la guarda en el bolsillo izquierdo de su campera: 

“MASTER CH OFF AN ALL CREW DEPARTAMENT THEY KILL 4 PEOPLE AFTER 3 DAYS BUNKERING IN CONGO. THEY THINK BECAUSE I AM STUPID THEY TOLD ME NOTHING. ALL CREW KNOW ABOUT 4 PEOPLE BUT NOWBODY SAY NOTHING BECAUSE THEY ARE AFFRAID. ALL CREW PEOPLE KNOW ABOUT 3 PEOPLE THE OLD CREW LIST. YOU MUST CHECK BECAUSE THEY GO HOME”.


El mensaje revela el asesinato de cuatro polizones tres días después de zarpar del Congo. La misma confesión que el capitán pero añade una clave para entender qué ocurre en el interior del RM Power: “Nadie dice nada porque tienen miedo”.


Prefectura pone una faja de clausura en el camarote de Dumogho. Adentro, sobre su escritorio, queda la última lata de gaseosa naranja que tomó. En el armario su ropa y sobre el sillón un rosario. El registro de ingresos al buque arroja un dato llamativo: un día antes embarcó al RM Power el superintendente de la Compañía WEM Line SA, Dimitrios Papadimitrou.


***

Al otro día, Berbec declara por segunda vez en los Tribunales Federales de Rosario. Se rompe el pacto interno. El segundo oficial cuenta los detalles desde el inicio del viaje en Matadi. Después de los primeros polizones hallados, “el primer oficial y capitán repetían todo el tiempo que si encontraban más polizones seguramente los iban a arrojar por la borda”. Asegura que el costo de repatriar a cada persona hallada era de 30 mil dólares.

El asistente de ingeniero en la sala de máquinas Marlon Estrope fue quien le contó sobre el crimen en altamar. “Me dijo que habían encontrado cuatro polizones, tres días después de salir para Argentina, el primer oficial y toda la tripulación de cubierta, los ataron y los tiraron por la borda. Les pusieron cinta en la boca. Yo le pregunté si les habían cortado el cuerpo para que sangraran porque los tiburones huelen sangre de dos millas. Me dijo que no los cortaron”, relata Berbec.

“Hay muchos problemas de dinero con la compañía. No iban a pagar los salarios”, sigue. Cree que ese fue el motivo de los homicidios. Dice que tiene miedo, que el capitán y el primer oficial son de Costanza, su ciudad. No sabe qué ocurrió con el contramaestre Dumogho ni cómo cayó al río Paraná pero todo fue “muy raro”. No quiere volver al barco. “Cuatro hombres en el mar, uno acá, ya es mucho”, sentencia.

Más tarde, ese mismo 2 de agosto, Marlon Estrope niega todo en su declaración: “Nunca hablé con él (por Berbec)”. Le preguntan entonces sobre el episodio del día anterior en el puerto de General Lagos: “Terminé mis tareas, fui a lavar mis ropas y escuché a uno de los marineros de primera clase diciendo «hombre al agua, hombre al agua». Salió toda la tripulación y vi al contramaestre en el agua gritando «ayuda, ayuda». Después de cinco minutos no lo vi más porque se hundió. No lo vi saltar”.

El fiscal federal pide un careo entre Berbec y Estrope que se hace el sábado 3 de agosto a las 10.

***

Berbec: Ratifico mi declaración.

Estrope: Es un mentiroso. Yo le dije que no sabía nada. Que solo fueron siete polizones. Capaz no escuchó bien.

Berbec: No te acordás que me contaste sobre las personas que fueron arrojadas por la borda, que fue en el puente y que no diga nada: “Shhh”.

Estrope: No dice la verdad. Nosotros no somos amigos. Tengo miedo de ir a la cárcel porque tengo familia en Filipinas.

Berbec: Esta es la única oportunidad de decir la verdad y escapar de este gran problema y poder irte. Yo también tengo familia. Estos cuatro muchachos tenían una familia. La familia del contramaestre perdió al contramaestre. Date una oportunidad.

Estrope: Tengo una niña pequeña.

Berbec: El fiscal te puede proteger.

Estrope: ¿Dónde dormís Berbec?

Berbec: En Prefectura. Mirame como un amigo no como un enemigo.

Estrope: Tengo miedo de los otros filipinos, me van a matar.

Berbec: Me pasa lo mismo que a vos. El capitán y el primer oficial viven en la misma ciudad que yo. Hay mafia en todos lados.

Estrope: Tengo miedo de que cuando duerma me maten (hace una señal con la mano como poniendo un cuchillo en la garganta). 

***

En el careo, Estrope cambia su declaración y señala a los responsables del cuádruple homicidio: el capitán Florin Filip, el primer oficial Robert Racovita, el contramaestre Danilo Dumogho y los marineros de cubierta Vicente Siguan, Stephen Nalumen, Ryan Lagumbay y Harvey Baladjay.

El fiscal Gambacorta insiste con el pedido para que el buque RM Power no deje el puerto ni tampoco sus tripulantes. Prefectura advierte que, después de cargar, al día siguiente, podrían zarpar. “No quiero dejar de lado la responsabilidad internacional que le puede caber al Estado argentino si el hecho quedase impune o no resulta debidamente investigado”, le pide el fiscal al juez.

Los seis acusados con vida van a indagatoria el 6 de agosto. 

Al entrar a declarar a los Tribunales Federales de Rosario, Florin Filip atraviesa el portón de calle Alvear, la parte trasera del viejo edificio que nació como mansión del comerciante ilustre Eloy Palacios en 1890. Las puntas en forma de flecha del portón verde y el puesto de guardia de los gendarmes le preanuncian que debe estar alerta. La tierra firme puede ser tan hostil como el despiadado océano. 

Se baja del vehículo oficial y camina por los adoquines de la callecita interna que mira hacia el reverso del palacio de tres pisos, con tres ventanales cada uno, simétricos pero a su vez distintos. El ingreso oficial está por el distinguido bulevar Oroño pero a él, como a todos los imputados, no le corresponde. Lo llevan hacia la izquierda y cruza una especie de túnel. Avanza diez pasos.

Sube seis escalones de mármol hacia una puerta de madera lateral. Ya en el interior gira sobre otra escalinata breve y después de unos mosaicos marrones con flores descubre el hall de la planta baja. Una luz amarilla cae lenta desde el techo con vitró y el hueco octogonal interior le permite ver las barandas de los dos pisos superiores. 

Lo hacen ingresar por una puerta derecha a la Secretaría del Juzgado Federal número 3. Además del secretario Adolfo Villate, lo está esperando el juez Carlos Vera Barros. El lugar es la mitad de grande que el despacho del magistrado pero lo suficiente para los dos escritorios de madera antiguos que ostentan en dorado: “Poder Judicial de la Nación”. El techo alto, la pinotea centenaria como un colchón en sus pies y la claridad que ingresa por una ventana que da al patio. 

Filip se sienta en una silla, junto al defensor Carlos Zurcher (su representante oficial, en equipo con Federico Tschopp y el titular Osvaldo Gandolfo) y un traductor que el fiscal Gambacorta y el secretario Villate se encargaron de conseguir con apoyo de la Embajada rumana. Cada paso en esta causa inédita implica una gestión especial, un desafío a los escasos recursos de los Tribunales.

Del otro lado del capitán, están el secretario Villate, sentado, y el juez, parado. A un costado, en el segundo escritorio, el sumariante escribe todo lo que ocurre. Mientras se produce la lectura formal de los derechos y el estado de la causa, nadie está ajeno al extraño momento que viven en ese acto jurídico que suele ser, como todos, una pequeña escenificación del inalcanzable concepto de justicia.

Al margen de los protagonistas, no hay quien pueda saber en profundidad lo que pasó, todo lo que hicieron o dejaron de hacer las personas involucradas en un cuádruple homicidio. Al menos en este edificio no existe una divinidad capaz de enviar al infierno o al paraíso a los apuntados. Apenas hombres y mujeres que dentro de un sistema toman un fragmento de eso llamado realidad, un pedazo de pasado que reconstruyen, siempre en base a fragilidades y sutilezas, como una memoria difusa, y juegan su rol en la búsqueda de solucionar conflictos. 

Si hubiese dos partes, el juez resolvería en favor de una de ellas o buscaría un equilibrio. Pero acá está el capitán Filip que niega no tanto haber cometido un delito sino la existencia misma de la otra parte. Lo niega con su silencio atento y serio. El juez Vera Barros, que viene y va en la sala, aprovecha para contemplar a ese marino de 55 años, un metro ochenta, fornido, tez blanca, ojos marrones, poco pelo y mirada fría.

Flota en el aire la sensación de que el capitán del RM Power, con su habitual interacción en puertos de América Latina, escucha con paciencia dos veces la misma imputación: la primera en boca del secretario en castellano y la segunda del traductor rumano llegado de Buenos Aires. Filip no declara y el juez Vera Barros lo recordará como alguien calculador, un viejo lobo de mar. Al secretario Villate le quedará la sensación de que se trata de un hombre dañado, compungido. El grupo de defensores oficiales ya lo conoce de otra manera por sus entrevistas previas, sin la afectación de este trámite. Es, con ellos, una persona medida pero que participa de la estrategia para salir de esa situación, aporta datos e ideas y se muestra entero.

Ni en esa indagatoria, ni en las semanas posteriores, ninguna de las partes presentes notará la fragilidad interior que está por implosionar en el cuerpo del capitán. 

Más tarde, Robert Racovita y los otros acusados lo imitan. “No voy a declarar”, repiten. Menos rígidos que los rumanos, los marineros filipinos se comportan de forma más humilde, serviciales, asustados ante el despliegue de la solemnidad del Poder Judicial, con la urgencia por dejar ese lugar extraño y volver rápido a sus casas.

***

El 7 de agosto se reanudan las declaraciones al resto de la tripulación. El rumano y tercer oficial Liviu Colgiu aporta un dato más. Cuenta que en un cambio de turno Racovita le dijo sobre los polizones: “Hemos encontrado a cuatro más y los hemos tirado al agua”. Y relata: “Entonces yo me asusto. Al otro día, le digo: «Estás loco vos», y él me contesta que había hecho un chiste. Robert no me llama por mi nombre, me dice nene, y me dijo: «Nene te lo dije para que te asustes»”.

“Tuve mucho miedo cuando me enteré del primer hecho y peor aún cuando me enteré de que otro se cayó al agua y se ahogó”, declara Colgiu. Cuando el fiscal le pregunta por la desaparición del contramaestre responde: “No sé qué estaba haciendo Dumogho en ese momento cuando cayó al agua, no sé si fue un accidente o si lo empujaron”.

Berbec (el primero en reconocer el crimen en el juzgado) amplía su declaración. Identifica al marinero filipino que le confesó a Estrope su participación. “Se llama Vicente Siguan. Estrope me dijo mientras compartíamos habitación que Florin Filip le habría dado la orden de atarlos de pies y mano y ponerle cinta en la boca y que Siguan, por propia iniciativa, agarró una maza y los golpeó en la nuca para desmayarlos. Filip dio la orden de tirarlos al mar y lo hicieron dos marineros y dos timoneles: Siguan, Nalumen, Lagumbay y Baladjay. Melvin Pelayre (el quinto marinero de cubierta) estaba durmiendo en el momento que ocurrió el hecho. Estrope me contó que los cuatro que tiraron a los polizones se consideran inocentes por haber cumplido órdenes del comandante”.

El rumano y segundo oficial asegura que unos días antes de llegar a Argentina, Filip y Racovita citaron a la tripulación, brindaron con whisky y escuchó al primer oficial que le decía a los marineros filipinos de cubierta: “Los polizones son muy tarados, no saben con qué tripulación se pueden encontrar”. 

También sospecha de lo ocurrido con Dumogho: “El contramaestre tenía una altura de 1,60. La baranda de popa puede tener 1,20. No tendría como caerse apoyado por su altura. Para mi hay dos variantes. O se tiró para suicidarse o la segunda conclusión”. Le repreguntan por esa “segunda conclusión” y solo dice que “no es normal” esa caída. “Estrope se la pasa llorando y diciendo que quiere llevar el cadáver de Dumogho a su casa”, agrega.

El 8 de agosto declara Mejía Magbuhos, limpiador de máquinas. Dice no saber nada. Pero como Estrope había dicho que todo el personal de la sala de máquinas conocía la existencia del asesinato de los polizones van a un careo. Ahora Estrope cambia de rol y es quien debe inducir a su compañero a que modifique su declaración. Pero Magbuhos no cede aunque se pisa: “De lo que sucedió, no sé nada”. 

Estrope agrega algo más: no solo Siguan le reveló el cuádruple homicidio. También el contramaestre desaparecido en las aguas del Paraná se lo había contado: “Cumplieron la orden porque tenían miedo. Lo escuché de Vicente Siguan. También de Danilo (Dumogho). Después de lo que hicieron el contramaestre estaba llorando”.

***

El 9 de agosto de 2013 el jefe de Prefectura de Arroyo Seco, Gabriel Luciani, notifica al juez que a las 20.45 el RM Power abandonó el puerto cargado con 39 mil toneladas de maíz con destino a Argelia.

La nota de dos párrafos informa además que "se continúa con las operaciones de búsqueda de la persona desaparecida al caer a las aguas el pasado 1° de agosto, Sr. Danilo Dumogho".

***

–Acá se bajan. Esto es Argentina  –les informa a Bernard y a John el capitán griego del MT Florida. El puerto de General Lagos es la última parada antes de volver a Irak a cargar petróleo. 

Los dos jóvenes de Tanzania saben que están en un país sudamericano, que tiene una economía basada en cereales y, por supuesto, conocen a Diego Armando Maradona. Con esos insumos dejan atrás el buque que les permitió cruzar el Atlántico. Antes de irse, el griego les da dos indicaciones. Uno: deben escapar de noche sin ser vistos por los guardias para que nadie lo culpe a él de meterlos al país de forma ilegal. Y dos: les da un material especial para no ser detectados. Les ata bolsas de residuos en la cabeza para taparlos y ocultar su color de piel. A esa estrategia le suma otras bolsas con basura para que lleven en las manos y simulen una acción de limpieza. 

El plan resulta increíblemente exitoso y nadie detiene a esos dos ninjas africanos que saltan el alambrado del puerto y se lanzan hacia la madrugada de una pampa desconocida. 

Amanece y caminan sin rumbo entre los campos de soja. No lo saben pero van hacia el oeste. Cuando ven las luces del peaje sobre la autopista Rosario Buenos Aires la inercia se desconecta. Paran. ¿Y si la Policía los detiene, así, sin documentos? ¿Y si eso que están haciendo es un delito? ¿Cómo serán penados los delitos en este país? 

Giran y avanzan en otra dirección. Recorren caminos de tierra, atraviesan campos sembrados. Es de mañana cuando ven unas casas, primero, y un kiosco, después. Entran al negocio. Johny renguea, sigue con la pierna hinchada y sus dolores. Habla Bernard.

–Coca Cola. How match a Coca Cola?

La kiosquera demora en entender. No tanto el pedido sino la escena que irrumpe en su vida como una película dominguera de televisión. La imagen de Bernard: la nariz ancha y armónica con los labios, la frente que estira hacia arriba la cabeza orgullosa, el pelo corto negro, el trapecio que baja hacia unos brazos anchos; esa figura lejana ya sin las bolsas de consorcio para camuflarse pero con zapatillas, jean y remera sucia que le pide una coca y le estira un billete de diez dólares. La piba saca de la heladera una botella de litro y se la da. Agarra el billete estadounidense y le devuelve nueve pesos. Bernard no entiende la cuenta y le pregunta en un inglés que ella capta pero no habla. Hasta que la kiosquera le revela algo asombroso.

One dólar, un peso.

Salen a la vereda y se sientan a tomar la gaseosa. El sol calienta un poco. Mientras disfrutan de un primer bocado de libertad desde que partieron de sus tierras, Bernard piensa en la transacción de recién y se entusiasma: “¡Un dólar vale un peso! ¡Maravilloso, qué país lindo!”. Es agosto de 2001.

***

Mirar al sol les permite saber cuando empieza el día y cuando termina. Ese reloj a cielo abierto los acompañó los tres meses de viaje en el buque por altamar. Es un calendario de 24 horas que no detalla qué día es. Andar sin tiempo, sin destino, ni documentos puede ser un buen estribillo pero los dos amigos añoran certezas. Alguna, al menos. A la tarde, el cielo se cierra: va a llover. Bernard y John se cruzan a un hombre que trabaja en una ladrillera de Pueblo Alvear. Se le acercan.

–Ey, ¿qué quieren ustedes?

Ellos no lo entienden y el señor tampoco. Al rato Bernard junta la palma de sus manos como si fuese una almohada, las apoya sobre su cachete e inclina un poco la cabeza. Francisco Sanabria, así se llama el otro, los deja dormir en la casilla del campo, un ranchito precario que usa de depósito. No hay camas. La lluvia y el frío, como una condena implacable, los conquista una noche más.

Sanabria pide ayuda. "Sacate el problema de encima, llevalos con tu camioneta y largalos por ahí", le dice el comisario. Algo similar le repite el intendente. Él, testigo de Jehová, decide alojarlos en su casa. Antes, avisa a los medios. Al rato llegan los delegados de Migraciones. Les preguntan sus nombres y datos del viaje. Ellos les hablan de su larga travesía. 

–¿Cómo se llama el barco?

–MT Florida.

Se producen movimientos en la comisaría. Llaman al puerto de General Lagos. Tarde: el buque zarpó hace un rato. 


Continúa con el capítulo cuatro.


* Este proyecto periodístico fue seleccionado y formó parte del taller "Cobertura de la migración y su vínculo con el desarrollo sostenible", de la Fundación Gabo y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).