1. Carpas azules
Los muertos aparecen entre la basura. Pasó en la zona norte y se repite 24 horas después en el extremo sur, en las afueras de lo que antes eran las afueras de Rosario, la ciudad más violenta de Argentina. Jóvenes que nadie llora cuando un vecino, un cartonero, un grupo de chicos, alguien, descubre sus cuerpos sin vida. En el fin del barrio Las Flores sur, donde las calles se llaman Hortensia, Petunia y Lirio, hay olor a cloaca. Del otro lado de Lirio y España, en los planos termina el ejido urbano. Pero hay una breve subida y aparece, imponente, teatral, una villa-basural ni densa ni muy extendida, surcada por caminos de tierra que se bifurcan, casillas de chapa y madera insertadas en el lugar y policías, muchos policías con patrulleros quietos.
A esa zona los vecinos del otro lado le dicen “La ciudad perdida”. Al bajar por la calle Terraplén y doblar hacia la izquierda por un pasaje que no existe, cinco astronautas de blanco rodean una carpa que ellos, los peritos de la Policía Científica, llaman gazebo. Adentro, trabaja el médico forense que revisa el último cadáver conocido y el fotógrafo que registra sus movimientos y hallazgos.
La víctima es un joven que fue ejecutado en el lugar durante la madrugada. Algunos escucharon los tiros pero nadie salió a mirar. El miedo aprehendido le gana a la curiosidad. Ya de mañana, con la luz del nuevo día, llamaron al 911 y desde ahí avisaron al gabinete científico de la Agencia de Investigación Criminal (AIC). Los peritos se subieron al minibus azul ploteado con esas siglas en amarillo y desembarcaron hace minutos.
El plan de acción es así: el fotógrafo registra la escena del crimen desde múltiples planos antes de que alguien levante pruebas o revise al muerto. En paralelo, el perito de Planimetría dibuja con un lápiz en una hoja A4, sobre una carpeta con un gancho sostenedor, el mapa del lugar y la ubicación de las evidencias. Después pasará todo a computadora con el programa Autocad.
En esta mañana de invierno de 2023, la obra del joven policía amante de la arquitectura es simple: las callejuelas como un laberinto amarrete, las viviendas (sobreviviendas), la zanja como borde y la disposición del cadáver.
A ellos les siguen los buscadores de rastros, pero en un descampado con residuos son pocas las chances de detectar una huella dactilar. El encargado de balística encuentra una primera vaina, el resto de un proyectil, que le permite al fiscal Alejandro Ferlazzo deducir, en sintonía con los primeros testimonios que escucharon disparos y corridas, que el homicidio ocurrió en este mismo lugar.
El dúo de peritos informáticos no halló el celular del asesinado y ahora busca cámaras de seguridad. En “La ciudad pérdida” no hay monitoreo de videovigilancia que revisar. Se van a buscar posibles registros en los alrededores.
Lo más importante ocurre dentro de la carpita azul. El médico forense detecta orificios de bala en la cabeza, el cuerpo y las piernas. El grueso de la información, a contramano de lo que enseñan las películas, se levanta ahora. La autopsia posterior aportará detalles adicionales o corregirá alguna imprecisión. El gazebo de la AIC, una de las últimas incorporaciones ante el salto de homicidios que sufre la ciudad, aísla ese trabajo sensible del entorno.
Los curiosos se agrupan a la vuelta, en la puerta de una de las casillas. Varias mujeres, chicos y chicas rodean a quien parece ser el referente del lugar. El hombre, flaco y serio, mira a su vez el despliegue policial con desconfianza. Todo está a la vista porque no hay casas altas ni son contiguas, como un set de Dogville tercermundista. Del otro lado de la cinta de peligro, antes de la subida de la casi calle Terraplén, aguardan los vecinos de Las Flores sur junto a los fotógrafos y camarógrafos –que son muchos porque es martes y son las 10–.
Esta misma carpita de tela azul la tuvieron que armar debajo del puente Sorrento, en otro basural pero de la zona norte. La mortera, así le dicen a la “Unidad de traslados” de los cadáveres, se llevó a esa víctima sin nombre ni familiares que la reconozcan. El gabinete tuvo que desarmar el gazebo con dificultades porque se trabaron los caños plegables. La batalla mínima de tres hombres de overol blanco, que implicó el pedido de refuerzo a un cuarto policía con uniforme, se coló en un segundo plano de la transmisión que hizo Canal 3 desde aquel lugar.
Tanto crimen desgasta la estructura. Es la tercera carpa que usan este año, las otras dos fueron descartadas. Antes, con una o dos por temporada el gabinete estaba cubierto. Pero en 2022, cuando Rosario alcanzó los 287 homicidios, la cifra más alta de su historia, con una tasa que multiplica por cinco la media nacional (22,01 cada 100 mil habitantes), hubo un récord paralelo: Criminalística debió comprar una tercera carpa para preservar el trabajo con los cuerpos.
“Antes eran más chicas, de tres metros por tres, y en 2023 empezamos a comprar unas más grandes, de cuatro por cuatro, de mejor material y más resistentes”, explica Hugo Mendieta, el jefe de la Agencia de Rosario. A veces, con tanta rotura, deben reparar una carpa con los elementos de las anteriores para no quedarse sin cobertura.
La práctica precaria de usar sábanas o mantas para tapar a los acribillados quedó en desuso. El aumento de asesinados en la vía pública los obligó a modificar el trabajo del médico forense, a cuidarlo incluso de las hostilidades de los parientes y amigos. El perito debe quitar las ropas, mover el cuerpo y revisarlo. Puede ser necesario, incluso, medir la temperatura corporal para identificar la hora y día de la muerte con un largo termómetro anal.
El jefe del área se limita a contar cómo trabaja el equipo pero no tiene permitido dar detalles de la investigación que recién empieza en Las Flores. Cuando gira para dejar la escena se encuentra con un pozo repleto de basura que lo obliga a detenerse. Desde ese ojo subterráneo que mira hacia arriba algo se mueve. Un perrito blanco, cruce de todos los perros posibles, denuncia que está vivo y Mendieta reacciona de forma automática.
–Ese perro está vivo.
–Sí, sí –improvisa certeza un policía que se acerca–. Ahora lo sacamos.
Al rato sale el fiscal a hablar con los periodistas del otro lado de la cinta de peligro. Dice que detectaron seis balazos en el cuerpo y que aún no identificaron a la víctima. Los vecinos conforman un segundo anillo detrás de los periodistas.
–¿Cómo lo van a reconocer si no nos dejan pasar a verlo? Nosotros conocemos a todos –se queja Diego por lo bajo y explica su preocupación de fondo– Yo hace 45 años que vivo acá y tengo 26 sobrinos.
El fiscal sigue. Dice cómo seguirán las medidas para la investigación. No será dedicación exclusiva. En las horas siguientes, entre el martes 25 de julio y el miércoles 26, se sumarán otros tres homicidios: dos en Rosario y uno en Villa Gobernador Gálvez, la localidad pegada hacia el sur donde llevan las calles de tierra de “La ciudad perdida”.
2. La Jefatura
El área de Criminalística funciona en la Jefatura de Policía de Ovidio Lagos al 5200, en el ex predio de la Fábrica de Armas Domingo Matheu. Sobre el ala sur, que da a calle Francia, el techo es alto y blanco. El piso es gris brilloso. Una pátina gris sobre un fondo impreciso. A la salida del pasillo de ingreso se abre una sala de espera o de tránsito con varias puertas y la Virgen de Luján con un manto celeste y blanco encerrada en una caja de vidrio, elevada un metro ochenta y emparchada con cinta.
A un costado, la puerta de Balística donde un cartel avisa que esa oficina se mudó al segundo piso. Al otro, la entrada de la guardia de Criminalística, la nueva guardia montada a mitad de año, donde hay señal de celular porque en la anterior, que era un bloque de cemento y ladrillos, no había y el teléfono fijo metía ruido. Era difícil hacer funcionar una oficina de urgencias que debe recibir llamados por crímenes en la ciudad de los crímenes.
Arriba, el techo en realidad no es tan blanco. Sobre el costado que da al pasillo hay jirones grises, telas de arañas más verticales que horizontales. Telas como tubos de calamares colgantes con pepitas negras. Las pepitas son insectos atrapados. Hay entre cuatro y cinco metros hacia arriba y solo parece haber moscas y otras víctimas. Hasta que de pronto. Oculta pero no tanto. Más inmóvil que oculta: la araña. Patas delicadas y delgadas que no se mueven. Impacta la paciencia fría ante el banquete que se acumula. La vida ahí arriba es una tensión entre matar y morir en medio de telas grises que nadie ve, que nadie quiere ver.
–Hola soy el médico, ¿vos sos periodista? ¿Vos querías hablar conmigo?
3. El médico
Cuando era tarde y sonaba el viejo teléfono fijo en su casa por una urgencia, a Diego Lungo se le activaba algo en su cuerpo y se preparaba para ir a las calles con su papá. Tenía apenas 10 años y le gustaba subirse al Toyota Celica con Angel Lungo, jefe del Instituto de Medicina Legal de la Policía de Rosario. Padre e hijo salían en esa cupé oriental como una patrulla nocturna pero no de salvadores, lo que iban a buscar eran personas muertas.
Cuarenta años después, en la oficina del jefe de la Agencia de Investigación Criminal (AIC), Diego Lungo clava la vista entre el escritorio modesto y el piso, y recuerda aquellas noches de ver cadáveres junto a su papá en el epílogo de la última dictadura cívica militar. Cuenta anécdotas como la de aquella medianoche de verano que no pudo entrar a la vieja Jefatura porque había salido en bermudas y lo dejaron en la puerta. Se pierde en la nostalgia de deambular en el auto por las calles desiertas en busca de un teléfono público. Su padre, cospel en mano, se bajaba y avisaba que el trabajo estaba hecho y que no volvería a la oficina.
Lungo se anotó como voluntario ad honorem en el área científica de la Policía de San Lorenzo. Empezó en 2004, cuatro años después de haberse graduado con especialidad en cirugía en la Universidad Nacional de Rosario (UNR) y haber hecho cursos de Medicina Legal y de Policía. Su padre Angel se retiró en 2009 como jefe del IML y en 2014 Diego pasó al área científica de la fuerza en Rosario.
El médico habla esta noche en la nueva Jefatura, con pantalón (largo) negro, pólar azul, pelo corto algo canoso y lentes de marco fino. Dice, serio, que le gusta lo que hace.
–Me gusta mi trabajo– suelta y el jefe Hugo Mendieta, que está sentado del otro lado del escritorio, levanta la mirada.
Es de noche en la guardia y el médico ofrece detalles de su rutina. Dice que cuando llega a la escena de un hecho, se pone el overol blanco y guantes, observa el lugar, después de las tomas del fotógrafo y armar la carpa sobre el cuerpo empieza su accionar. Saca la ropa, si le cuesta la corta con una tijera y la embolsa. Si una prenda tiene sangre, la aparta para el laboratorio. Retira cadenitas, anillos o billetera. El celular se lo llevan los peritos informáticos. Con el cuerpo despojado, el “óbito”, empieza un lento escrutinio de pies a cabeza.
Analiza la rigidez cadavérica, si el músculo está frío, el color y consistencia de los restos de sangre para calcular el horario del deceso. Las manchas hablan. Si el cuerpo estaba decúbito ventral, boca abajo, la sangre se deposita hacia el pecho pero al girarlo pueden quedar manchas en la espalda. Esas marcas, si son fijas o móviles, son datos valiosos. Si hay orificios de bala, su tarea principal es determinar cuáles son de ingreso y cuáles de salida.
Lungo enumera las muchas formas de conocer cómo mataron a alguien, cuál fue la herida letal, cuánto tiempo antes ocurrió. Pero hay algunos indicios más difíciles de medir y cuantificar. En las personas que murieron unos minutos antes persiste un espejismo de vida, una pizca de lo que fueron.
–Les queda un brillo en la córnea de los ojos, que después se va y se pone opaca. Si está brillosa fue reciente.
En cambio, cuando los cuerpos están en estado de descomposición, sobre todo si es verano o si están en un lugar muy cerrado, solo entonces reconoce que se pone una máscara. Las moscas, el olor en la ropa que queda a pesar del mameluco.
–No, a mi no me afecta en nada. Hay que prepararse muy bien y son hechos de la vida, o de cómo se vive ahora. Sí me impacta un poquito con un bebé. Pienso: «¿Cómo pudo haber pasado esto?». Pero hago mi trabajo y sigo.
Salvo cuando conecta con ese rol de padre (tiene un hijo de 18), Diego dice que no sufre secuelas del horror cotidiano. En una guardia de doce horas llegó a ver 13 muertos. Una vez debió registrar 56 orificios de bala en una persona, girar y ver, girar ver, para detectar las entradas y salidas.
–No me cambia eso. Es mi trabajo. Sí, hay más homicidios que antes, pero salgo y listo. Más intranquilo me pone la violencia contra nosotros. Nos atacaron varias veces y hace unos meses que usamos chalecos antibala. Tenemos un custodio pero nosotros vamos sin armas. Pero igual uno se adapta a todo.
El médico forense no recurre al psicólogo, no va al gimnasio, ni hace boxeo, como otros colegas para descargar. El jefe Mendieta cuenta que él corre y entrena a chicos en un club de fútbol tres veces por semana a la tardecita. Esa hora que se da el lujo de no mirar (todo el tiempo) el celular, se le prende fuego de mensajes. Ese aparato es esclavizante para el también padre (con hijos de 9 y 18), pero su trabajo es estar disponible todo el tiempo.
Lungo jura que no está saturado. Lo sostiene sin sobreactuar ni cambiar el tono de la voz. La mano izquierda busca el brazo opuesto y trepa debajo de la manga del pólar. La pierna derecha se rebela. La punta del pie está clavada al piso pero el talón se descontrola. Se eleva y se escapa, sube y baja como el pistón de un motor, en un repiqueteo incesante.
4. La guardia
El oficial de guardia de la División Científica Forense de la Policía de Rosario atiende los llamados telefónicos y comparte la información. El coordinador reparte tareas. Si es una acción de rutina, como levantar huellas por el hurto de bronce en el cementerio o sacar fotos a detenidos, se activa una división menor. En casos más graves, se moviliza todo el equipo. Además del coordinador, el chofer (y custodia, es el único que va armado) y los peritos de fotografía y video (“los ojos de la Justicia”), planimetría, balística, rastros, levantador biológico y el médico.
El trabajo continúa puertas adentro, en el laboratorio. Los rastros como sangre o semen se toman de la escena y se guardan en un tubo que se llama stubs. Los pelos o vellos se ponen en otro soporte que es más largo y finito: Eppendorf. A veces, si los peritos advierten que el lugar fue limpiado, acuden a la magia. Rocían la superficie con un spray que contiene luminol, un compuesto que reacciona con el hierro presente en la hemoglobina. El lugar se ilumina con una luz fluorescente. El efecto dura segundos y una cámara sobre un trípode registra el resultado. Las muestras se levantan con hisopado y después se usan reactivos.
Para el residuo de un disparo, se utiliza el dermotest que detecta restos de pólvora en las manos. Los insumos son importados en dólares y a los investigadores les da pena cuando les exigen que levanten huellas de las dos manos, palma y dorso, por si acaso. O cuando les piden que busquen un rastro completo en el resto de un proyectil disparado, algo imposible de reconstruir con las doce puntas características.
Todo el circuito es supervisado por el jefe regional de Criminalística, Hugo Mendieta, y también por la directora provincial del área, Cecilia Bartolini. Ante cada acción, Bartolini recordó en diálogo con Rosario3 un caso para explicar el funcionamiento. Por ejemplo, hubo un crimen entre vecinos y cuando llegó el gabinete los familiares habían limpiado todo: luminol. Dos hermanas fueron violadas y encontraron al autor por una huella en una cinta de embalaje: eso es gracias a dactiloscopía.
“Criminalística es muy especial. La satisfacción es cuando resolvés un caso. Son muchas muertes en el año y las tenés a todas en el cerebro”, dijo Bartolini, comisario supervisor, con 48 años, más de la mitad en servicio y directora del área con 500 agentes desde el 28 de diciembre de 2021 (y hasta fin de 2023, relevada por el nuevo gobierno).
Lo que más la impresionó en estos años fue un cuerpo descuartizado en un volquete. No por la crueldad o el asco sino que recuerda el corte, la carne como envasada al vacío, la cabeza acá, los pies más allá. “El corte limpio, nunca había visto algo así”, definió.
5. Matar policías
La Dirección de Criminalística de la AIC se divide en cinco regiones de Santa Fe. Cada una contiene distintas unidades por ciudades y pueblos. La División Científica Forense de Rosario incluye a 250 agentes, entre peritos de calle y administrativos. (Ver más en “Detrás del crimen: cómo trabaja y se adapta la Policía de Criminalística a la violencia extrema”).
La AIC tiene además de la base operativa en Jefatura, una sede administrativa en Lamadrid al 500. La noche del viernes 25 de agosto ese viejo edificio de la zona sur fue baleado. Dos personas en moto abrieron fuego y avisaron: “Vamos a matar policías, jueces y fiscales”.
A las 15.10 del jueves 14 de septiembre, dos sicarios se bajaron de un Citroën C3 bordó a las tres de la tarde en Lamadrid al 500. Caminaron hacia el Ford Fiesta Kinetic del policía César Carmona. El inspector de 50 años de la Dirección de Inteligencia de la AIC no llegó a su trabajo: lo acribillaron en la puerta.
Al rato, los astronautas de blanco del gabinete de criminalística aparecieron en la calle. En medio del desconcierto, buscaron los rastros del ataque a uno de los suyos. Otra vez los cartelitos amarillos numerados en negro: uno, dos, tres, cuatro; trece. Trece balazos que se llevaron a su compañero en la AIC. El fotógrafo sacó las fotos. El de balística recogió las vainas.
El crimen escala, la ciudad cambia, la burocracia no se detiene.
6. El año que se fue
Cinco días más tarde del crimen de Carmona, tres hombres fueron acusados en el Centro de Justicia Penal de Rosario por “homicidio agravado por el uso de arma de fuego” y quedaron detenidos. Fueron identificados gracias al trabajo del gabinete: los peritos levantaron las huellas sobre los dos vehículos.
El fiscal Alejandro Ferlazzo, de la Unidad de Homicidios Dolosos, enmarcó el atentando como un “robo calificado”. Describió que los asesinos siguieron a la víctima desde una financiera de Italia al 700, donde cumplía funciones como policía adicional. La ejecución de Carmona, al menos en el registro oficial, fue para sacarle una mochila del Ford Fiesta que quedó estacionado frente a la AIC (que con la nueva gestión pasó a llamarse otra vez PDI).
En el caso de los asesinados en el basural de julio, las víctimas fueron identificadas días más tarde gracias a las huellas dactilares. El registro es analizado por especialistas en la oficina de Dactiloscopía de la Jefatura, bajo el sistema que creó Juan Vucetich hace un siglo y medio.
El criminólogo de la Policía de Buenos Aires agrupó las marcas en cuatro rasgos principales: arcos, presillas internas, presillas externas y verticilos. Eso orienta la búsqueda en fichas, muchas de ellas digitalizadas y compartidas en un banco de datos automatizado (Afis).
El trabajo artesanal en la Policía científica arrojó un nombre. La víctima de Las Flores Sur fue Paulo Alejandro Maciel. El nombre habilitó poder conocer una historia de vida. Eso que la aplanadora de la violencia esconde por la urgencia, la polea sin fin de dramas. Paulo tenía 26 años y había nacido en Villaguay, Entre Ríos. Llegó a Rosario en 2018 con una propuesta de trabajo de albañil.
Cuando esa changa terminó, se quedó en la calle. Pasó las noches en la terminal de ómnibus. Fue detenido dos veces con 21 años. Empezó a ir a talleres y cursos de oficio para recuperar un proyecto de vida. Trabajadores sociales de la ONG Causa y de la Red Puentes lo conocieron pero le perdieron el rastro. Hasta su ejecución en julio de 2023. Su último domicilio figuraba en Villa Gobernador Gálvez.
El primer cuerpo, que apareció el 23 de julio con heridas de arma de fuego en el tórax en Garzón y avenida Sorrento, en zona norte, fue identificado como Juan Manuel Olmedo, de 29 años.
El año cerró con 258 homicidios en el departamento Rosario, casi 30 menos que el pico registrado en 2022 (fueron 287 asesinatos). Es el tercer registro más alto en las estadísticas de muertes violentas (en el emblemático 2013 hubo 271, la segunda marca). En el primer semestre, febrero y mayo registraron más crímenes que días; durante la segunda parte del año eso no se repitió.
Por cada víctima fatal, hubo casi cuatro heridos. Más de 700 fueron por arma de fuego (109 solo en febrero) y unos 300 apuñalados. También hubo más de mil balaceras (139 el segundo mes del año, el de máxima virulencia).
En ninguno de los dos casos de acribillados aparecidos en basurales de fines de julio, con características similares, hubo detenidos. Las líneas de investigación no dieron resultados concretos y se perdieron en el laberinto de los crímenes sucesivos. Algo parecido al olvido.
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