Una noche de miércoles cortó la semana con una invitación imposible de rechazar: una cena en el restorán Refinería de Carlos y Miguel Avalle, dos pujantes hermanos y socios que comandan ese "barco" ubicado a metros del río Paraná y del parque en el barrio del cual el espacio gastronómico tomó su nombre, a pocos metros de Puerto Norte.
Esta periodista no tiene paladar negro. Desconoce las tendencias de la alta cocina, así como de la alta pastelería. Un poco menos inculta es en torno a los vinos, luego de un curso de unos meses y de un viaje a Mendoza, pero como dijo García Márquez en el título de su libro, lo que vale es "vivir para contarlo".
Una puerta rústica esconde detrás la casona tradicional cuyos salones reciben a los comensales con luces cálidas y cortinas bordeaux algo lyncheanas. Grupos de extranjeros, rosarinos, porteños, y hasta caras conocidas de la política debatían sus asuntos entre platos.
Carlos se acercó con su delantal de jean a recibirnos, convocó a probar “lo que sea” del menú, y prometió luego encabezar un recorrido por el lugar. Y mientras recibíamos unos pinchos finitos de queso y aceitunas griegas, fuimos por la propuesta de los cuatro pasos del mes de marzo para probar algunos platos, una variedad de buenos vinos y postre.
“Nosotros trabajamos mucho para la experiencia e innovamos la carta constantemente, porque somos apasionados en esto. No es un rubro fácil, atravesamos embates, que muchos otros no resistieron. Pero este es un proyecto de largo aliento, como todo buen restorán del mundo”, transmitió Carlos, quien además de comandar Refinería es su chef y creador de todos los platos.

Junto a una primera copa de Chardonnay de Saint Felicien vino el primer paso: una ensaladilla de coliflor, hongos gírgolas, mostaza y miel y láminas de parmesano. Los hongos eran de una belleza del nivel de una fresia rosada. Después vinieron unos langostinos crujientes, rebosados en masa philo y sobre un colchón de palta. Delicioso.
El tercer plato, el fuerte, fue el churrasquito de picaña a las brasas, elaborado 24 horas al vacío con pimiento quemado y aceto balsámico, y esparraguitos, junto a un Malbec de Felicien. Se puede pensar a éste como un ejemplar de plato argentino, aunque Carlos precisó que “este corte, en el país, ahora se está utilizando, y es muy usual en Brasil".
Luego llegó un señor postre, de una belleza que daba pena desarmar: el helado stracciatella con chocolate hacía el equilibrio frío justo a la tarta caliente Tatin de manzanas. Esta última era la forma de una verdadera rosa anaranjada, con láminas de manzanas asadas y caramelizadas en un toffee salado con manteca y sal. Brindamos finalmente con un fresco espumante.

Recorrido por las entrañas y el corazón del lugar
Este restorán rosarino es frecuentado por toda clase de comensales, y se destaca por su buena oferta de cortes de carne, sus vinos y menúes experimentales, como en ocasiones se hicieron con trufas. Es que para Carlos, "la cocina es un arte de constante innovación", y, en cambio, "la pastelería es pura química", son dos mundos diferentes, y a él lo que le interesa es seguir experimentando nuevos gustos. Es por eso que al invitarnos a recorrer el espacio, subimos a uno de los pisos superiores y lo primero que compartió fue su biblioteca: una estantería de dos metros de alto repleta de libros de cocina, entre los que estaba el de “vegetariana de la india”, uno de Narda Lepes, otro de vinos. “Es un lugar de consulta obligada para cuando pienso algún plato nuevo. Porque recuerdo referencias especializadas de donde sacar mayor información para elaborarlos”, indicó.
Después ingresamos en una laberíntica habitación acondicionada de poco más de dos metros cuadrados, y en la que se podía caminar con cuidado entre torres de cajas de madera: se trata de la cava del restorán. Allí los hermanos Avalle conservan decenas de etiquetas desde el primer día. “Lleva mucho armar una cava, pero estamos en eso. Hemos comprado hace mucho algunos vinos que nos interesa tener de colección, que no se encuentran en la carta, y otros que son de alta rotación que, aunque son más jóvenes, son de alta calidad también”, aseguró el chef.
Entre las decenas de etiquetas, mostró un especial Felipe Rutini 1997, y un botellón de cosecha especial de Catena Zapata en una esquina. También había muchas cajas del vino del enólogo Alejandro Vigil que ganó tres premios Parker, el Gran Enemigo Gualtallary. Llamaron la atención unas barras enormes de chocolate Fénix envueltas en metálico, que Carlos explicó: “Es el mejor del mundo. Con este que importamos hacemos los postres”. Carlos contó que vio la serie El Oso y opinó que “representa tal cual la pasión y el trabajo arduo de la cocina”. También se habló de política y de economía, pero lo que sucede en la cava, se queda en la cava.
Fue entonces que, bajando nuevamente las escaleras, conocimos el corazón del lugar: la cocina. Las mesadas largas de acero impolutas ya no dejaban rastros de todo lo cocinado en la jornada que terminaba. Solo quedaba en el fondo una fuente rectangular tapada con aluminio y atemperada a 50 grados. Dentro, rodeados de agua, pero embolsados en aire, se encontraban los cortes de churrasquito de picaña (tapa de cuadril). "Se cocina a las brasas, pero es clave dejar 24 horas en una coción lenta en el agua, en esas bolsas de vacìo, y eso consigue el resultado de un plato muy jugoso y tierno”, explicó Avalle.

Un poco de la historia
Ya sobre el final de la noche, Carlos Avalle hizo un relato sobre los comienzos, sobre la aventura de abrir un restorán junto a su hermano: “Hicimos remodelaciones edilicias durante años y cuando comenzamos, en 2008, pusimos 100 sillas con dinero de un Volkswagen Polo que vendió mi padre, y arrancamos”.
Tantos años después de aquel comienzo, reflexionó: “Ya llevamos 17 años que es un montón, y logramos ser el lugar de referencia en la tradición de quienes buscan platos gourmet de Argentina. Sabemos que eso no se hace en dos días, y la intención es que esto siga creciendo muchos años, ya que la propuesta no tiene nada que envidiar a los tope de gama de las grandes ciudades del mundo”.
Finalmente, recordó que esa misma noche un comensal le había dicho algo que es usual escuchar en Refinería: “Ésta es mi parada obligada cuando vengo a Rosario”.
