La detención del principal opositor turco -y alcalde de Estambul- Ekrem Imamoglu podría marcar el principio del fin para Recep Tayyip Erdoğan. La ciudad, que alguna vez se llamó Constantinopla, es el símbolo de su ascenso al poder. Perderla en las elecciones de 2019 fue un golpe devastador para su liderazgo. Ahora, al intentar eliminar a su rival con métodos judiciales, ha encendido la furia de una oposición que no está dispuesta a rendirse. Miles de personas han salido a las calles, evocando las cruciales protestas de Gezi de hace doce años. La economía sigue cayendo y, por primera vez en mucho tiempo, Erdoğan parece vulnerable.
A medida que se acercan las presidenciales de 2028, la pregunta es: ¿hasta dónde llegará el mandatario para mantenerse en el poder? La oposición está lista para dar batalla y el pueblo turco enfrenta una elección crucial: resignarse a un sultán moderno o recuperar su democracia.
El Presidente ha logrado a lo largo de los años construir un país a su medida. De alcalde de Estambul pasó a convertirse en un omnipresente líder. Su nombre se ha convertido en sinónimo de poder en Turquía. Lo que comenzó como la promesa de un islamismo moderado allá por 2003 terminó en una autocracia con tintes neo-otomanos. La reciente detención del opositor, que dirige la ciudad más grande del país, es solo el último capítulo de una historia que lleva dos décadas reescribiéndose: la transformación de Turquía en un Estado dirigido por un solo hombre.

En 2003 Erdoğan llegó al poder con un discurso de modernización. Prometió crecimiento económico, reconciliación con Europa y un islamismo democrático. Durante la primera década de gobierno, cumplió. El país experimentó un boom sin precedentes y fue un modelo para el mundo musulmán. Durante esos años la expansión económica fue imparable. Ocurrió gracias a políticas de liberalización, fortalecimiento del sector exportador, inversión extranjera y modernización de la infraestructura.
La República turca logró convertirse en la 17ª economía más grande del mundo y su PIB per cápita se triplicó entre 2002 y 2012. La construcción floreció con megaproyectos como el nuevo aeropuerto de Estambul y el tercer puente sobre el Bósforo. Erdoğan comenzó a posicionarse como el líder de una Turquía próspera, lista para integrarse a la Unión Europea. Sin embargo, el entusiasmo europeo comenzó a desvanecerse. Mientras el país otomano reformaba su economía, la Unión Europea se mostraba cada vez más reticente a su adhesión.
Las negociaciones avanzaban con lentitud y el sentimiento de rechazo crecía en ambas partes. Fue entonces cuando Erdoğan, frustrado por la falta de avances, abandonó progresivamente la agenda europeísta y apostó por una política exterior más autónoma, con alianzas fluctuantes entre Occidente, Rusia y el mundo árabe. Comenzó a presentar a Turquía como una potencia independiente, capaz de actuar sin la tutela de Bruselas, y reforzó su retórica antioccidental, alimentando el sentimiento nacionalista entre sus seguidores. Con el tiempo, ésta estrategia lo llevó a tensiones con la OTAN, sanciones de la UE y una creciente dependencia de aliados estratégicos como Rusia y Qatar.

Las protestas del parque Gezi en 2013 marcaron un antes y un después. Lo que comenzó como una manifestación contra la destrucción de un parque en Estambul se convirtió en una revuelta masiva contra su gobierno. Millones de turcos salieron a las calles exigiendo mayor democracia, denunciando la corrupción y el creciente autoritarismo del gobierno. La respuesta fue brutal: represión policial, arrestos masivos y censura en los medios. Fue en ese momento cuando Erdoğan dejó claro que no toleraría la disidencia. Lo ocurrido en Gezi fue el punto de quiebre donde el líder carismático se transformó en el autócrata implacable.
Luego, en 2016 un fallido golpe de Estado sacudió Turquía. Una facción del ejército intentó derrocar al mandatario mediante ataques aéreos y bloqueos en las principales ciudades. Los golpistas tomaron el control de estaciones de televisión y bombardearon el Parlamento, mientras Erdoğan, utilizando redes sociales, llamó a sus seguidores a salir a las calles y resistir. La intentona fue sofocada en pocas horas, pero le dio al mandatario la excusa perfecta para purgar a miles de jueces, militares, periodistas y opositores, consolidando su poder de manera definitiva. Luego, un referéndum en 2017 le otorgó poderes presidenciales casi absolutos.
A medida que Erdoğan consolidaba su dominio, la democracia turca se erosionaba. La prensa independiente prácticamente desapareció, los jueces fueron reemplazados por leales al régimen y la oposición fue perseguida sistemáticamente. Las elecciones siguen existiendo, pero bajo condiciones cada vez más desiguales. El líder del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) modificó la Constitución para eliminar los controles al Ejecutivo y se aseguró de que ninguna institución pudiera desafiarlo. En cada elección, el presidente turco ha ajustado las reglas del juego a su favor, convirtiendo la democracia turca en una fachada.

Uno de los cambios más drásticos ha sido la regresión en los derechos de las mujeres. Mientras que en la primera década de su gobierno el discurso oficial promovía cierta modernización, en los últimos años el AKP ha impulsado políticas que refuerzan el rol tradicional de la mujer. Turquía se retiró del Convenio de Estambul, un tratado internacional contra la violencia de género, y el gobierno ha promovido leyes que dificultan el acceso al divorcio y fomentan la maternidad como deber nacional. En muchas regiones, la presión social y religiosa ha reducido la presencia de mujeres en el espacio público.
El declive económico de Turquía es uno de los mayores desafíos para Erdoğan. La lira turca ha perdido más del 80 por ciento de su valor en los últimos años, la inflación supera el 60 por ciento anual y el desempleo, especialmente entre los jóvenes, alcanza niveles alarmantes. La política económica, basada en reducir las tasas de interés a pesar de la inflación descontrolada, ha profundizado la crisis. Mientras tanto, los ciudadanos enfrentan una pérdida constante de poder adquisitivo y las inversiones extranjeras han disminuido drásticamente debido a la falta de confianza en la estabilidad financiera del país. Esta semana, ante las protestas contra el Gobierno, el mercado sufrió su peor caída bursátil desde 2008.
Durante más de dos décadas Erdoğan ha moldeado Turquía a su imagen, pero su control ya no es incuestionable. La economía tambalea, la oposición resiste y la sociedad, cada vez más polarizada, enfrenta una encrucijada. La detención de Ekrem Imamoglu, lejos de consolidar su dominio, ha encendido una chispa de descontento que podría convertirse en una llama dificil de sofocar. La historia ha demostrado cientos de veces que quien se aferra al trono con puño de hierro, suele ver cómo su propio pueblo se convierte en la fuerza que lo derriba. ¿Será Erdoğan la excepción o está Turquía a las puertas de un nuevo capítulo, esta vez escrito sin él?