En junio de 2022, tengo la teta izquierda de la novia de Chucky. Es una bolsa de piel muy fina, cruzada por una cicatriz donde supo estar el pezón. Adentro, los médicos mastólogos colocaron un expansor en lugar de la mama y los tejidos que quitaron en una operación, en la que también extrajeron parte de la axila. Hasta allá había avanzado el cáncer de mama de tipo invasivo y grado alto que me diagnosticaron hace 9 meses atrás y que me obliga a realizar quimioterapia. Por entonces supe que cada caso es totalmente particular porque hay diversos factores en juego; así, entonces, son sus manifestaciones, sus tratamientos y resultados. Mi situación se completaba con un viaje de las células malignas hasta el extremo derecho del pecho, alojándose en la cadena linfática y es por eso que me sometí una terapia de rayos. Para guiarse, los radiólogos me dibujaron en rojo vibrante una especie de mapa sobre la piel que graciosamente muchos confundieron con un tatuaje. Día tras días, durante un par de meses, me acosté en una camilla, descubrí mi torso y recibí un extraño calor que me otorgó un peculiar bronceado, casi de víbora, con claros rosados. Las vueltas de la vida, hacer topless a los 44 años en una playa sin río ni mar.

Ya es invierno otra vez. El sol atraviesa la ventana, pero su calor no tiene mucha fuerza. Alcanza para aclarar el comedor donde hacemos comida de plastimasa con mi hijita Estela, mientras los Jóvenes Titanes enloquecen en la televisión. La banda de sonido de nuestras mañanas juntas, mientras Vito, mi nene de 8 años está en la escuela y Luciano, mi compañero, trabaja. Nunca fui ama de casa de tiempo completo hasta que tuve que tomar licencia laboral en mis empleos por mi enfermedad. Mi enfermedad. Desde el momento en que el mastólogo E. A y el oncólogo A. C aceptaron tratarme incorporé esta palabra a mi vida. Muchas personas, más o menos cercanas y queridas, me sugerían no mencionarla, tampoco recomendaban que de mi boca se escuchara "cáncer" porque consideraban que era una forma de apoderarme de un estado que debía rechazar. Sobre esta especie de pacto de silencio impuesto socialmente en relación al cáncer escribió Susan Sontag en “La enfermedad y sus metáforas”, donde la filósofa, ensayista y cineasta norteamericana, quien padeció la enfermedad a lo largo de su vida profundiza, sobre las formas en que se han reproducido modos de expresarla que guardan prejuicios, inexactitudes, ignorancias e incluso intereses políticos y apunta contra su utilización como “metáfora del mal”. Ella también exhorta a la aceptación del término y a la participación del paciente en su tratamiento. Fue por esos días, durante los primeros pasos dados casi a ciegas y sin haber leído a Sontag aún, que supe que tenía la necesidad de estar totalmente consciente de lo que me sucedía, sin edulcorantes ni suavizantes. Si quería curarme, tendría que adentrarme, poner los pies en el barro, pero sobre todo vivir esto a mi manera. Enojada de a ratos, desinteresadamente, envuelta en una energía exultante, descreída, temblorosa y hastiada. Repleta también de una alegría simple, liviana, como quien se deja acunar porque no hay otra cosa mejor que hacer. Y sobre todo consciente de que se trata de una patología muy estudiada y con múltiples tratamientos, bastante menos disruptiva en relación a otras que ocasionan una real parálisis del ritmo vital o bien son aun ignotas para la medicina. 

La primera biopsia, previa a la intervención, dio el peor resultado. Bueno, no tan así.  Me quedaría sin una teta, me harían un nuevo e insensible par en algún momento, seguramente más turgente que el que me había dejado la lactancia. También me iba a quedar pelada por un tiempo. Una muñeca. Pero el dato más alentador era que el cáncer no estaba en ningún otro órgano. Era septiembre de 2021 cuando inicié el tratamiento de quimioterapia y supe en carne propia eso de que “el remedio es peor que la enfermedad”. Si hasta ese momento, el cáncer se había instalado sigilosamente -lo detectó mi ginecóloga D. A en una mamografía de control al tiempo que palpó una bolita en mi axila izquierda a la que yo le había restado importancia- el proceso de curación empezaba a convertirme en una paciente.

La quimioterapia que me administraron desde septiembre hasta enero cada 21 días reunía 4 drogas potentísimas. Según mis médicos, muchas y muchos pacientes "la pasaban caminando", es decir, solo experimentaban algunas molestias y falta de fuerza. No fue mi caso. El dolor físico tiene unas cuantas ventajas y una es domar el espíritu belicoso de una cuarentona con ansia desmedida en querer torcer ese destino. Intenté desentrañar por qué para mí se paraba el mundo -al menos por los 15 días posteriores a la aplicación- y para las otras personas no, hasta que acepté mi destino de supuesto caso particular y sembré esperanza para cosechar contención a mis propios demonios que me volvían furiosa contra mi debilidad. Salía del sanatorio como de una gran bacanal, casi levitando una enraizada resaca, con sensaciones que siempre me conducían al baño o a la cama. Me sobraba una capa, como si del interior supurara un aire tóxico que desbordaba los contornos de la boca, los ojos y la nariz y me dejaba a su paso un sabor amargo, sórdido.

"La noche" de Miguel Ángel.

Luego de la tormenta, se abría de a poco un cielo renovado para mí y milagrosamente recobraba parte de mi vitalidad anterior que, dicho sea de paso, nunca fue exagerada ni abrumadora. En definitiva, una es la paciente que puede. Cuando supe de mi teta con cáncer no me rebelé ni maldije a dios o al universo. Consideré que era una de las tantas mujeres que transitaba una enfermedad que en nuestro país es una de las principales causas de muerte femenina. Nunca antes había tenido problemas de salud, ninguno importante. Me cuido bastante, no cometo excesos y hago terapia. ¿Era el pucho? La inquietud sobre el motivo de esta auto rebelión celular latía y late aún. Hay mucho escrito y dicho también, sobre las causas anímicas del cáncer, pero no me bastan. En algún momento acumulé preguntas dolorosas y cuestioné mi pulso vital. ¿Tan oscura era? ¿Podría haberme autolesionado de ese modo? ¿Tan mal había vivido? Cuando los interrogantes emergen así, vorazmente, pesan lo mismo que las certezas implacables. A semejante valija tuve que dejarla abierta sobre la cama como cuando una viaja rápido. Se usa lo que está mano para no desordenarlo todo. Simplemente hay que seguir.

Vuelvo ahora a Sontag y a sus expresiones emancipadoras y reconfortantes. En su libro “La enfermedad y sus metáforas” condena la culpabilización que históricamente se ha ejercido contra las personas que padecemos cáncer. “Se citan investigaciones —casi siempre las mismas— que pretenden demostrar por ejemplo que dos tercios o tres quintos de algunos centenares de pacientes dicen estar deprimidos o insatisfechos de sus vidas, y haber perdido (por muerte, repudio o separación) a un padre, a un amante, a un cónyuge o a un amigo íntimo. Pero es probable que la mayoría de personas sin cáncer también invoque emociones depresivas y traumas del pasado: es lo que se llama la condición humana”, señaló. Y agrega -solo por traer algunos de sus múltiples y exhaustivos pensamientos- que “debían considerar el cáncer como una mera enfermedad; muy grave, pero no más que una enfermedad. No una maldición, ni un castigo, ni un motivo de vergüenza. Sin «significado». Y no necesariamente una sentencia de muerte (una de las mixtificaciones es: cáncer = muerte). La enfermedad y sus metáforas no es una simple polémica, es una exhortación. Mi mensaje era: Haz que los médicos te digan la verdad; sé un paciente informado, activo; consigue un buen tratamiento, porque lo hay (en medio de una inepcia muy difundida). Si bien el remedio no existe, más de la mitad de todos los casos de cáncer se curan con los tratamientos que ya existen”.

Muchas veces, el camino se me puso más fácil, gracias a la gente con la que cuento y las condiciones económicas que, como siempre, juegan fuerte. Soy tratada por profesionales excelentes que me dijeron desde el minuto cero que de esto no iba a morirme, que debía hacerme tiempo y lugar para sanarme. Tengo dos empleos en los que me otorgaron licencias pagas, una obra social cumplidora y un montón de amor alrededor: el de mi esposo y mis hijitos que nunca pero nunca me soltarían las manos, mi propia familia y mi familia política, amigas y amigos, compañeros y compañeras de trabajo, vecinos y vecinas, muchísima gente que me sorprende aun hoy con su cálido interés por mi salud. También está mi fe que renuevo con un beso frecuente a las dos medallas de la Virgen que me colgué al cuello.

En febrero de 2022 me extirparon la mama izquierda y parte de la axila, tejidos que fueron analizados. Hasta entonces había pensado que la intervención era la última prueba, que solo faltaba un retoque estético y un tratamiento oral, pero la segunda biopsia determinó que había células malignas que no se habían reventado con semejante cóctel de sustancias recibidas por 5 meses. A los rayos había que sumarle una nueva quimioterapia de mantenimiento de un año de duración. Ahora, en retrospectiva, creo que fue el momento más duro porque no estaba preparada para esta continuidad. Aunque el oncólogo me aseguró que se trataba de un tratamiento menos intenso, la idea de tener que repetirlo 12 veces más me hundió profundamente. Sabía que iba a tener que ponerle onda, tanta onda. Toda la de mi pequeño mundo.

La Fornarina, es una de las obras más representativas del pintor renacentista italiano Rafael Sanzio (1483-1520).

En verano, el cabello empezó a crecer cubriendo la calvicie que había solapado con pañuelos y turbantes durante toda la primavera e inicio del verano. Fue un alivio inmenso andar sin cubierta, despejada por fin a pesar de que llevarlos había sido una decisión consciente y buscada. Desde el mínimo grano de arena de mi existencia sentí que podía dar testimonio de esto que nos pasaba a muchas -de diversas maneras, con sutiles y profundos matices- con una bandera en la cabeza. Yo fui el mástil endeble y torpe. La pérdida de mis rulos fue el primer signo de que todo esto estaba pasando, la enfermedad se había materializado en una ausencia específica que me desproveía de un enorme símbolo de feminidad, aunque supiese que la cabellera no me define. Sentía que el cáncer de mama me iba despojando de una fisonomía, que, si bien nunca había sido primordial, me enmarcaba y me daba cierta confianza. Descubrirse en un reflejo extraño despierta una mezcla de sensaciones difíciles de ordenar. Encontré en “Nada es como era”, el libro de la licenciada en letras, editora y docente Mercedes Güiraldes, una aproximación a lo que latió en mí por entonces: “La mujer en el espejo era de una índole distinta al de saberme enferma, más parecido al de un fracaso amoroso o al de una traición: un dolor de orden narcisista tremendamente lacerante”, escribió sobre el exacto momento en que se vio pelada.

¿Qué más me iba a quitar la quimioterapia? Muchas cosas más. Entre ellas, las formas de mi cuerpo que se aflojaron a medida que moverme se me hizo cuesta arriba. Se instaló en mí una necesidad de buscar solo momentos de placer, me convertí en una hacedora de mis propios deseos, desgastando al límite esa entereza que antes me empujaba a obligaciones estéticas. Así que me eché en mi propia sombra y fui dejando pasar solo el resplandor que permitiese crecer en mí lo amable y condescendiente. Me di tiempo para descansar, aprendí a tenerme paciencia y a desligarme de ciertas decisiones.

Sanarse es una obligación, un deber ser, no hay un pasillo para escaparse, no hay recreo, ni desgana posible. Hay que aguantar y seguir, resbalar y volver a ponerse en pie, porque en definitiva nadie puede salvarte. Es una misión que no se puede derivar ni postergar, un aquí y un ahora sin dilaciones. Y mientras tanto, la vida sigue. A mi psicóloga S.C, le vengo gastando la oreja y siempre me acerca una respuesta. A ella le he intentado explicar que este estado es como estar presa, no hay puntos de fuga que no sean imaginarios o sean fruto de la propia esperanza, que finalmente brota de modo independiente por lo que solo resta esperar a que surja. Esa celda en la que una se mete te oprime, te enmarca, te limita, pero es el único lugar que habilita una tregua a una vida diferente a la que se tenía. Desde allí puedo meterme en este nuevo personaje en el que me he convertido, una mezcla de aires pasados y viejas ínfulas, sensibilidades a flor de piel que se han ido reciclando, cúmulo de recuerdos y de proyectos nuevos que curiosamente y a pesar de que la mente late excesiva por las preocupaciones presentes no dejan de arrasarme en la vigilia con renovadas exigencias.

Es que siempre se puede hacer un poco más. La debilidad corporal hace contrapeso con una vertiginosa actividad mental que me lleva lejos, sobre todo por las noches en las que el insomnio no me suelta. Si en algunas instancias me convido reparos, en otras me arrojo desafíos. Es un mecanismo de resistencia a la metamorfosis: trato de conservar un ritmo aprendido que me exige despabilarme y asomarme por fuera de mí. Necesito dejarme llevar, pero no demasiado y así emprendo mi faceta activa a todo o nada. Hago compras, lavo ropa, barro, cocino, llevo y traigo a mis hijos, invito a sus amigos a casa, miro televisión y leo todo lo que puedo en bares. Aunque no tenga obligaciones laborales, salgo de la cama a las 8 para hacer un poco más que ayer o para adelantar lo que seguramente en los próximos días no podré concretar por el malestar. También me propongo escribir notas esporádicas. Hasta septiembre del año pasado fui periodista de Rosario3 y mi trabajo ha sido muchas veces un lugar en el mundo, una tabla de salvación a la que agarrarse en medio del oleaje, un traje que vestir y sacarse de a ratos, cuando sentía que me quedaba grande.

La alegoría de fortaleza, por Maso di San Friano (1531-71).

Por estos días también me dedico a conversar. La enfermedad que algunos ni pueden mencionar tiene un severo impacto en las personas que me quieren. Apenas me confirmaron mi cuadro recuerdo que se me hizo muy cuesta arriba tener que contarlo porque sencillamente no quería preocupar a nadie, no aguantaba ser ningún centro de atención, ni siquiera estaba al tanto de lo que me sucedía realmente. Con el tiempo me fui acostumbrado a la cercanía incondicional de muchos y muchas, de sus repetidos mensajes por WhatsApp, de sus llamados, de sus invitaciones. Me fui sintiendo cómoda y me fui ablandado al calor de tanta amabilidad, incluso me di el gusto con algunos de ser sincera y compartir detalles. Revelarse a los demás es costoso, muchas veces he contado sobre un estado deseado y no real, he ido sopesando la necesidad de expulsar mis miedos, dolores y enconos con la de no desbordarme. Me abrí a la amorosa disposición de mis suegros, mi padre y su mujer, mi hermana y amigos más cercanos de darnos una mano con los chicos. He ido aprendiendo a pedir ayuda y a recibirla sin tanta culpa.

También puse y pongo excusas, abuso de mi condición cuando la batería está por terminarse y preciso recargarla, me dejo mimar de a ratos. La celdita que me mantiene inquieta mentalmente, pero al mismo tiempo en pausa, me hace accesible, acá estoy todo el día para responder y la avalancha de vivencias que me ha caído encima me otorga un ángulo diverso, una lupa especial para mirar las cosas. Ni mejor ni peor, una enfermedad no vuelve sabía a nadie, ni más entendida ni más lúcida. Si algo aprendí estos meses es que no entiendo mucho nada, que los papeles arden rápido, que no tengo recetas para regalar. Todas las experiencias moldean y hasta perforan, pero suelen ser como esa gota que cae lenta sobre la piedra.

Apenas puedo reírme de mí misma, eso sí. Envuelta en la bata de leopardo que me coció mi cuñada, un regalo de pandemia que desde entonces es mi segunda piel en los inviernos, avanzo por la casa con pasos cortos, temblorosos. Me duele tanto todo que me viene una mueca, nunca estuve tan bien ni lo estaré, pienso mientras me echo otra vez. En mi casa de la infancia mi papá usaba nuestro apellido para referirse a un mal estado de salud, sobre todo, de salud mental. "Ése es medio Ferrarese", decía, incluso sobre sí mismo. Y yo ando así, más Ferrarese que nunca, aún perturbada por lo de siempre, temerosa de quedarnos sin leche o queso rallado, ansiosa por la tarea de Vicente, indecisa sobre si tengo ganas de ir allá o acá.

Y no han sido todos momentos sacrificados ni extremos. Claro que no. El malestar, cuando cede, habilita una resignificación de la rutina y le confiere una capa de placer desconocida. Paladear los sabores perdidos, dormir de corrido, hacer el amor. Bañarse, conducir, comprar comida, charlar con amigos. Además, he apilado una gran cantidad de escenas que guardo en el corazón y que han sido un sustento espiritual constante. Y el amor ha tomado una forma muy concreta y compacta:  mi pareja por más de 20 años. Nada hubiese podido sin él, y no sólo me refiero a la crianza de dos niños chiquitos en medio de tan exhaustivo tratamiento médico, llevar adelante la casa, atajar obligaciones o pagar impuestos. Luciano se encargó y lo sigue haciendo del eterno trámite que implica estar enferma. Ha formulado planes y guías para mi medicación y mis atenciones, pero también se ha ocupado de que me divierta. Me ha regalado decenas de libros, consigue todas las películas que se me antojan ver, vela por mi sueño y mi descanso, lo que deseo lo tiene para mí.  Ha soportado mi crispación, mi mal humor, mis varias rendiciones y sin demostrar sorpresa, me ha seguido la corriente a cada uno de mis golpes de entusiasmo. Su abrazo es como poder volver a nacer cada vez que quiera.

Y quiero, a veces con más o menos vigor, seguir acá, intentando celebrar el misterio de la vida. Cuando entré a trabajar a Rosario3, me encargaron escribir diariamente la nota del tiempo con la premisa que debería contar con un tono literario, en lo posible. Fueron 15 años casi ininterrumpidos de mirar al cielo, buscar inspiración, escribir y publicar. Esta práctica me fue dando cierto olfato sobre el comportamiento celestial. Hoy podría titular que va a hacer mucho frío. Un largo y crudo invierno por delante, pero con claros de sol y brisa tibia que inviten a entrecerrar los ojos hasta sacarle brillos.

Celebración del misterio

“Míralo: no lo ves.

Llámalo incoloro.

Óyelo: no lo oyes.

Llámalo inaudible.

Tócalo: no lo alcanzas.

Llámalo intangible.

Tres veces indiferenciado,

se funde en la unidad.

Ni luminoso por encima

ni oscuro por debajo.

Nunca se le puede nombrar.

siempre retorna al no ser.

Llámalo la forma de la no forma,

la imagen de la no imagen.

Llámalo pensamiento impensable.

Arróstralo: no tiene rostro.

Persíguelo: no tiene fin.

Firmes en el Camino viejo,

vivimos el presente.

Conscientes del antiguo origen,

nos asimos el hilo del Camino”.

(Tao Te Ching, Lao Tse)