Nadie podrá decir que los medios de comunicación de Televisión Litoral no están junto a la gente. Porque desde hace años, nuestros compañeros que llevan adelante los móviles de radio y televisión cuentan desde el lugar de los hechos cada incidente de los tantísimos que ocurren en una ciudad de casi dos millones de habitantes, así sean de naturaleza culposa (siniestros de tránsito, incendios, etcétera) o de los que la jerga judicial caratula como dolosos (los que sobrevienen de la intención de alguien de ejecutar una conducta delictiva, y que por lo tanto son punibles). Esa identificación nos es natural, porque somos parte de la sociedad. Y lo que pasó anoche es también un ataque a cada habitante de la ciudad de Rosario. 

Ahora te hablo desde mi profesión. Ser periodista en una ciudad como Rosario se ha transformado, lentamente pero pero sin pausa en los últimos 20 años, en una profesión de riesgo. Un peso que, sobre todo, sienten sobre sus espaldas los movileros que desarrollan las coberturas que mencioné recién y los especialistas en temas policiales y judiciales, que cuentan con nombre y apellido quiénes integran tal o cual banda, que es la que explota el negocio de la droga en determinado barrio y que cometen un sinnúmero de tropelías que van desde usurpaciones de casas para poder instalar un búnker a venderles a los vecinos “protección” de ellos mismos, ante la amenaza de que si no cumplen, les balearán el negocio o dañarán a algún miembro de sus familias.

Lo que vivimos anoche en el frente de Televisión Litoral, que recibió 11 balazos en el momento en que quienes trabajamos en horario nocturno estábamos saliendo de nuestros turnos, marca que todo el espectro periodístico está bajo amenaza. Porque el ataque fue a los trabajadores de prensa: a los redactores de Rosario3, a los locutores de FM Vida y Frecuencia Plus, a los compañeros de técnica, a los periodistas de todos los rubros que volvíamos a casa a esa hora y a los dos vigiladores privados que cumplían funciones en la garita de seguridad y que salvaron su vida de milagro. Y en definitiva, fue un ataque a todos los otros medios que, como los nuestros, cumplen con esa misión esencial en el estado de derecho.

Anoche no hubo muertos en esa balacera porque el azar no lo quiso. Es imposible pensar que el delincuente que disparó, así haya sido el mejor tirador del mundo, pudo haber medido las consecuencias y apuntar (con el auto en marcha a 80 kilómetros por hora) para no herir a nadie, sólo para amedrentar, para dar un mensaje o para amordazarnos.

Lo hizo con el dolo de causar un daño, físico e intelectual, a quienes llevamos adelante la profesión de narrar lo que está pasando, de lograr que ya no se denuncie con nombre y apellido, que ya no se instigue a la resolución de los casos, que ya no se reclame protección a los vecinos, que ya no se cubran las marchas por justicia, que ya no se siga una audiencia; en definitiva, para impedir que se ponga en práctica una premisa fundamental para el desarrollo de una sociedad democrática y transparente, que es el derecho de acceso a la información.

Y nosotros, que esta vez (por segunda vez en el año) fuimos los atacados, también somos personas que tenemos miedo. Al igual que vos, que a la noche entrás el auto asistido por otro familiar por miedo a que te peguen un balazo como a Joaquín o al Oso Cejas, cuando esperás el bondi con ojos en la nuca rogando que no te maten como a Claudia y Virginia, cuando pensás dos veces en sentarte a tomar mates en la vereda, para no terminar como Ricardo Carrizo (y la verdad que podría seguir con los ejemplos hasta ocupar varias páginas). A nosotros también se nos viene a la cabeza la imagen de nuestros hijos, nuestras esposas o maridos que nos esperan, nuestros viejos o nuestros amigos cuando nos pasan de cerca las balas. Y todos nos replanteamos mil veces si vale la pena.

La violencia en Rosario sube de a dos escalones por vez. El número de crímenes fue, en 2022, el más alto de la historia de la ciudad. Y el gobierno provincial (que es el encargado de garantizarnos la seguridad) muestra, para Rosario, una indolencia que sorprende y que irrita. Al ministro casi no se le conoce la voz, mientras los departamentos de administración de gastos demoran en la compra de patrulleros o insumos para la policía lo mismo que uno puede demorar para comprar nuevos azulejos para el baño: “lo hacemos más adelante, ahora tenemos otras urgencias”, se lee entre líneas. Mientras tanto, en las cárceles los presos de alto perfil digitan sus nuevas andanzas como si estuvieran solos en el aula, con maestros y celadores tomando cafecito en la sala de profesores.

Los legisladores están más preocupados en sus alianzas electorales que en concebir mejores leyes, y la justicia dice que no puede decir que no ante los planteos de las defensas para que un tipo peligroso salga a los dos tercios de la condena con libertad condicional, porque ellos no están encargados del agravamiento de penas ni de la prevención.

Párrafo aparte para el ministerio de seguridad de la nación, que cree que con mandar doscientos gendarmes más va a cambiar el paradigma de caos que estamos viviendo en estos tiempos. Y para la justicia federal, que prefiere las rencillas políticas a intimar al congreso para que saque una ley que, al menos, ocupe las vacancias en juzgados y fiscalías que deberían ser los que investiguen los delitos del narcotráfico.

Con todo esto, ¿cómo no tener miedo? ¿Cómo no sentir que la ciudad tan linda que supimos ser voló por los aires y ya no existe?

La pregunta que más me inquieta es si estamos a tiempo de salvarla o si será cosa de andar sobreviviendo.