Una ilusión política alumbra a Alberto Fernández de cara a esta semana compleja que se inicia y que tendrá todos los focos sobre la Cámara de Diputados, donde el presidente se juega la primera batalla legislativa en busca de la aprobación del acuerdo para refinanciar la deuda con el Fondo Monetario Internacional (FMI): el nacimiento del albertismo.

Alberto Fernández es el presidente de la Nación y eso de por sí lo ubica como un líder. Pero no es un jefe político; es un jefe de gobierno, su terreno de acción es el de la burocracia. 

Durante la campaña de 2019, luego de la rareza única de que la número dos en el binomio del Frente de Todos, Cristina Kirchner, lo ungiera como número uno de la fórmula a través de un tuit, el actual jefe del Estado acumuló caudal político e incluso lo engordó en los primeros tiempos de gobierno. 

El mayor apoyo de la población lo tuvo al principio de la pandemia, cuando con la gente encerrada en sus casas sus discursos servían para contener a una población asustada y el gobierno diseñaba medidas virtuosas, como el IFE, que generaban alivio a los sectores sociales que se quedaron sin ingresos por la cuarentena.

Después, se sabe, pasaron cosas. La cuarentena que todos apoyaban entró en discusión, se estiró el cierre de las escuelas, se cortaron ayudas estatales a pesar del avance constante de la pobreza, y el plan de vacunación –que en realidad era una política virtuosa– comenzó con un escándalo: el del vacunatorio vip. La foto que reveló que el presidente participó de una frívola fiesta de cumpleaños en la residencia de Olivos al mismo tiempo que le mandaba la policía a runners y surfers que salían de sus casas terminó de quebrar lo que en algún momento fue un idilio.

A partir de ese momento, el presidente protagonizó una sucesión de errores y traspiés que se cristalizaron en la derrota electoral del año pasado. Y quedó a la sombra de Cristina, la accionista mayoritaria del ahora resquebrajado Frente de Todos, que usó su poder de veto y condicionó cada movida política de Alberto. Hasta ahora.

La resistencia del kirchnerismo de paladar negro al acuerdo con el FMI –con la renuncia de Máximo Kirchner a la presidencia del bloque oficialista de diputados y el silencio de Cristina– no es inocua. Complica, sin dudas, obtener el consenso para el proyecto que el gobierno obtenga media sanción esta misma semana. Pero esta vez el jefe del Estado siguió adelante, redobló la apuesta, más allá de los intentos por congraciarse durante el discurso de apertura de las sesiones ordinarias del Congreso: nombró nuevo presidente de bloque –el rossista rosarino Germán Martínez–, negoció cambios en el proyecto con la oposición y lo envió a la Cámara de Diputados, donde parece encaminarse la aprobación al menos en general del mismo.

¿Quiere decir esto que Alberto dejó de ser “Albertítere”, como lo ridiculizaba la oposición por la influencia de Cristina en sus decisiones?

En todo caso, significa que, a pesar de que el cristinismo maneja enormes porciones del poder del Estado, como ministerios y organismos con presupuestos millonarios como el Pami y la Ansés, hay áreas en las que decisiones son de exclusiva competencia del presidente, y eso no es nada menor. Pues puede definir, como en este caso, un acuerdo y un programa económico que signarán los próximos años de la Argentina.

Cristina Kirchner –con Máximo como alfil– le habla a su tribuna y deja el terreno preparado para despegarse y cargar los costos sobre Alberto, como lo hizo el año pasado, de una eventual derrota del peronismo en las elecciones presidenciales del año que viene. Gobernar es otra cosa.

Alberto cree que convertirse en el presidente que evitó el default es algo a capitalizar políticamente. Necesita que el acuerdo con el FMI sea aprobado para eso y porque si no es así su gobierno entraría en una crisis institucional difícil de sobrellevar. Cuenta a su favor con que la oposición, que aspira a ser oficialismo a fin de 2023, también considera que el default sería una tragedia y a la vez no puede negar su responsabilidad en el astronómico endeudamiento que dejó Mauricio Macri. 

Luego de este paso, poner en agenda que puede ser reelecto será imperioso para el presidente: solo así podrá sostener iniciativa y evitar que se licúe su poder. Mantener la ilusión de un albertismo que en realidad no termina de nacer no tiene otro sentido que ese.