Cuando Ivana visitó al obstetra por primera vez, durante los primeros días de marzo, nuestro problema era saber si podríamos irnos de vacaciones. Nuestro viaje breve a Brasil se llenaba de incertidumbre ante las noticias de un virus desconocido que empezaba a alarmar al mundo. El doctor Duilio nos dijo que no era conveniente, pero que era nuestra decisión. Salimos desahuciados. Ya la empresa aérea nos había cambiado la rutina de vuelo unilateralmente, ya habíamos hecho extensos y tediosos reclamos; ya sabíamos que ese viaje no tenía que ser. A la semana cerraron las fronteras. Pero esa alarma nos proyectó a este otro viaje, al de octubre: “para el momento del parto seguro que ya habrá pasado todo”, dijo optimista el doctor.

No sabemos de qué se trata la paternidad sin pandemia, nos tocó serlo en este marco en el que los protocolos para nosotros se tornan difusos, entre los que demandan un parto normal y uno encuadrado en esta situación de emergencia. La primera visible diferencia se dio en el atuendo de los médicos y enfermeros, salta a la vista que esa máscara al estilo soldador no se corresponde con los de los añorados viejos días de las salas preparto.

La queja del obstetra y las enfermeras por el calor hacían evidente esa incomodidad. Y hasta se preguntaron cómo harían cuando llegue el verano más crudo. En la sala de parto y en el quirófano no se puede usar aire acondicionado porque el primer contacto del bebé fuera de la panza debe darse a una temperatura similar a la que tenía dentro de la mamá.

‒Yo vengo pidiendo que trabajemos desnudos‒, dijo el doctor a modo de chiste.

Antes de pasar por el calor hubo que atravesar otras sensaciones: la del freno en seco a la adrenalina al llegar a la clínica, por ejemplo. Con las contracciones cada 3 minutos, la mamá ganaba en ansiedad y dolores de parto; de mi lado, la incertidumbre y el miedo a una situación desconocida se chocaron con el guardia de seguridad:

Pasa la señora, usted se queda acá hasta que lo habiliten‒, me dijo.

Fueron 20 minutos hasta que la médica de guardia constató que había roto bolsa y que iba a ser necesario que se quede en la clínica. Para mí fueron tres horas. Me llamó desde el tercer piso y me pidió que subiera. El guardia ahora no opuso resistencia.

Supongo que pujar con barbijo tampoco se corresponde con los días pre-pandemia, con lo que tomar aire y hacer fuerza para sacar una personita de 3,770kg no debe ser muy sencillo. Fueron ocho horas de internación, de contracciones cada vez más intensas ‒aunque tres de ellas aliviadas por la peridural‒. Las diez horas previas con contracciones en casa, aunque sin barbijo, completaron el combo horario de la coronación.

Otra de las “anormalidades” de estos tiempos fue la omnipresencia del médico. Según escuchamos, en otras ocasiones el monitoreo durante todo el proceso, la escucha de los latidos, la cercanía con la paciente, suele estar mediada por enfermeros y enfermeras. Pero en este caso, el obstetra estuvo presente en todo momento. Tanto es así, que en mi única salida de la sala de parto para terminar cuestiones de papeles, lo encontré sentado en el piso fuera de la sala, revisando carpetas de sus trabajos y esperando que la dilatación en la mamá transitara su camino. Hubo charlas sobre fútbol, sobre la farándula, sobre los pacientes famosos que pasaron por sus manos, por lo que sentimos la cercanía de los viejos médicos de familia que rememoran otros tiempos.

Cuando llegó el momento, el médico y las dos enfermeras fueron apoyos y guías de la mamá primeriza, que a pesar de este nuevo viaje estaba tranquila y se debatía entre el esfuerzo, la ansiedad y los repetidos “falta mucho” cada vez que pasaba una contracción y el pujo no terminaba de sacar a la bebé.

Mirá papá, se le ven los pelos negros‒, me dijo de repente el doctor mientras me asomaba.

A la una y diez de la mañana, asomó una especie de ranita morada que terminó nadando arriba de la panza de la mamá entre lágrimas. Las de ella y las nuestras. 

A las tres de la mañana, cuando pasamos a la habitación, la clínica estaba semi-vacía. Noté muchas habitaciones abiertas y limpias a la espera de nuevos habitantes de este mundo. El médico me había comentado que están intentando que las pacientes pasen el menor tiempo posible internadas para no exponerlas al virus.

La pandemia nos quitó la compañía y el afecto de los familiares. Estábamos solos, los tres. De todos modos, hubo quienes le encontraron el lado positivo al asunto: “No sabés lo que jode que no pare de entrar gente a la habitación cuando querés descansar”, dijo alguien que ya fue madre antes en la familia.

Los abuelos no conocen a su nieta todavía, sus tías y tíos aún no vieron a su sobrina más que a través de una pantalla. Sus primitos preguntan cuándo la pueden visitar. Ya habrá tiempo para los abrazos y los besos con quienes quieren compartir este viaje con nosotros. Por ahora, la pandemia nos estira la víspera.