“No existe muerte natural: nada de lo que sucede al hombre es natural puesto que su sola presencia cuestiona el mundo. Todos los hombres son mortales: pero para todos la muerte es un accidente y, aunque la conozcan y la acepten, es una violencia indebida”. (Simone de Beauvoir)

 

La muerte joven rompe, de alguna manera, un orden natural de las cosas. Por eso dicen que no hay peor dolor que el de una madre o un padre ante el fallecimiento de un hijo. Por eso la conmoción que produce.

La muerte joven es, de todos modos, tan desigual como la sociedad. 

Gerardo Rozín murió la semana pasada a los 51 años. La noticia generó un lamento enorme, un dolor que superó a sus familiares y amigos, y se multiplicó por miles. Por caso, el domingo una madre porteña que tiene a sus hija afincada en Rosario le escribió que se sentía más sola por la ausencia del periodista rosarino.

Rozín fue un tipo talentoso, trabajador, querido, popular. Era entrador, tanto que ingresaba a los hogares. Atravesaba la pantalla, como se dice. Un hijo de una familia de clase media judía de Rosario, que tiene posibilidades de formarse y es a la vez inquieto, curioso. Quiere ser periodista y lo consigue. Se va a Buenos Aires, se enamora, más de una vez. Tiene un hijo y una hija. Construye, a la vez, una carrera enorme como productor, periodista y luego como conductor. Un día se entera que tiene una enfermedad. Lo operan, pero cuando sale del quirófano sabe que esa enfermedad lo va a matar.   

Qué porquería es la muerte. O, en todo caso, qué porquería es la enfermedad. 

Si lo único que nos separa de la muerte es el tiempo (Ernest Hemingway dixit), el tumor es un extraño que lo vino a acortar dramáticamente.

El relato de quienes estuvieron cerca de él los últimos meses, pero incluso también de aquellos a los que amaba pero que no formaban parte de su cotidiano, es que Gerardo se preparó y los preparó para su muerte.

Fue sabio y decidió vivir a pleno lo que le quedaba. Y a la vez no solo se manifestaba consciente de su situación sino que además hacía que los demás tomaran esa conciencia. Se las ingenió para que hasta el público estuviera listo, con dos momentos televisivos memorables: cuando cantó "Me voy quedando", un tema conmovedor de Cuchi Leguizamón, y con su despedida de La peña de Morfi al terminar 2021.

Aun así su muerte sacudió a propios y extraños. Un tipo tan joven, tan lúcido, que atravesaba una etapa profesional luminosa, que tenía un talento solo equiparable a sus ganas, que le brotaban las ideas y los proyectos.

Para sus cogeneracionales, que en gran parte forman parte de la clase que dirige la Argentina, tiene además otro mensaje inquietante: la muerte siempre anda rondando.

Otra historia

Víctor Emanuel González Benítez murió el 22 de enero a los 17 años. Vivía en la zona de Biedma y Grandoli, en la zona sur de Rosario. Desde muy chico comenzó a consumir drogas y luego se metió en la venta de sustancias al menudeo.

En noviembre de 2017 le dijo a Silvana D'Amelio, referente territorial de Barrio Tablada, psicóloga y trabajadora de la Dirección Provincial de Niñez, Adolescencia y Familia: "Seño, yo no llego a los 20, me matan antes". Tenía 12 años. 

Víctor Emanuel
Emanuel, el chico que a los 12 años vislumbró su muerte temprana.

Como Gerardo, Ema –así le decían– se hizo consciente de que su tiempo era finito. El también lo avisó, tuvo esa sabiduría. 

Pero Ema no estaba enfermo. En todo caso, él era un síntoma de una enfermedad social que nos carcome como un cáncer. Una noche, cuando salió de su casa a comprar cigarrillos, dos pibes que lo esperaban a bordo de una moto le dispararon a mansalva.

Todos los días hay noticias de chicos que mueren como él. Tanto que esas muertes, jóvenes al extremo, se naturalizan. ¿Seguirán vivos los de la moto? 

Los pibes como Ema viven a toda velocidad, desenfrenadamente, en un ámbito donde el acceso a las armas y a las drogas se produce demasiado temprano. Ya a los 12 Emanuel supo que la muerte anda siempre rondando.

Un país punk

Argentina se ha convertido en un país punk. La idea de que no hay futuro, o de que lo hay para cada vez menos personas, gana terreno en un marco de decadencia político-cultural nunca vista. La imposibilidad de generar una expectativa de mañana es el peor fracaso de nuestras dirigencias.

Ya nadie cree en las promesas de quienes las incumplieron. Ya nadie cree en las capacidades de quienes mostraron no tenerlas. Ya nadie cree en que se pueden pelear guerras con escarbadientes.

Los diarios, los portales nacionales de este sábado, encabezan sus portadas con notas vinculadas al discurso del presidente Alberto Fernández sobre la guerra contra la inflación y a las peleas internas en el oficialismo y en la oposición. Más de lo mismo.

Pero a la vez una página porteña, el diarioAR, advierte en su título principal: “A dos años de la suspensión de las clases presenciales aún hay 200.000 estudiantes sin vínculo estable con la escuela”.

¿Cómo hacemos para incubar una sociedad mejor, donde las vidas tengan sentido, donde los sueños sean posibles y la muerte joven sea la excepción y no la regla? ¿Cómo hacemos para que los Emanueles también puedan ser Gerardos?

Repitamos cien veces: Incluir, educar, dar trabajo, generar oportunidades. Incluir, educar, dar trabajo, generar oportunidades. Incluir, educar, dar trabajo, generar oportunidades. Hasta que se entienda.