Lunes 5 de agosto, Rosario. La tarde dura un poco más en este lado del mundo. En Jujuy y Rodríguez estacionamos el auto un momento. Por la ventanilla del conductor, irrumpe un hombre desesperado. “Me sacaron la mochila con todo lo que tenía. Soy médico y necesito volver a mi casa. ¿Me ayudás para tomarme un taxi?”, dice, y no puedo dejar de mirarle la boca desbordante de saliva que hace juego, en su exceso, con los ojos desorbitados. Su excitación es contagiosa, también nosotros nos ponemos nerviosos. Yo le hago preguntas sobre el asalto y, sin saberlo, le estoy dando letra para su puesta en escena.

Le damos cien pesos y nos pide más. Bien, que sean doscientos. Todo sea para que regrese a su casa y pueda reponerse, pienso. Escucho que le pide el teléfono celular a mi pareja para poder devolverle el dinero. “No flaco, todo bien, andá”, le contesta, y su solidaridad me enamora. El tipo se va agradecido, toma la calle Rodríguez para el lado del río y de repente la realidad me da una piña en la cara: deja pasar un taxi sin tomarlo. Caigo (por fin) que es un mentiroso.

“Nos acaban de hacer 200 pesos”, le digo como gran novedad a mi marido al volante. “¿En serio?”, pregunta irónico. A diferencia mía, él pudo advertir que se trataba de un engañoso modo de robo pero le siguió la corriente. Primero porque estaban nuestros hijos en el auto y porque también, lo sé, le conmueve el estado en el que una porción de la población se ha hundido. Son los escindidos, los recortados del sistema que ya sin estudios ni trabajo y, sumidos en las adicciones, deambulan por las calles con la imperiosa necesidad de hacerse de unos mangos.

Rosario, la ciudad de los pobres corazones que sólo se pueden ver a la fuerza. ¿Es necesario que nos engañen y nos saquen algunos billetes para que creamos en ellos? ¿En su existencia dolorosa y peligrosa también? Así pasa cuando la bonanza es para pocos: queda un gran resto ciego y temeroso de una violencia que muchas veces está pero otras tantas es tan sólo eso, miedo.

Varias personas me contaron que este tipo de robo es muy frecuente en la zona céntrica. En algunas charlas surgieron distintos personajes urbanos: la mujer que se hace pasar por esposa de un agente municipal y dice que le robaron y necesita tomarse un taxi, la otra chica que pide que la lleven al Centenario porque tiene un familiar enfermo, y así.

Pequeños timadores que le quitan el dinero a los que tienen más que ellos, apelando a esta mezcla de pena, culpa y terror que sentimos algunos más favorecidos ante la desigualdad.