Maximiliano Rodríguez llora. La emoción le rompe la garganta y no encuentra forma de detener ese torrente que le llega desde muy adentro. Su privilegiada anatomía se conmueve. El temblor tiene su epicentro en su pie derecho y sube a las pantorrillas, a los cuádriceps, a sus abdominales, a su pecho agitado. Sus venas y sus arterias elevan el mapa de su piel, como ríos que van hacia el mar profundo. El vendaval llega a sus oídos, donde está el centro de su vértigo. Y finalmente inunda su ancha boca, sus orejas abiertas y su nariz. Siente el picor en el paladar y se toca el rostro como último recurso para parar lo imparable. Hay una sola conexión que no se altera: la de su corazón y su cerebro. Allí, en ese corto recorrido de unos 40 centímetros, se gestó el sueño de los pibes simples.

A Maximiliano Rodríguez no hay que contarle cómo se gambetea la altura del mes para pedir un helado, cómo es pedirle a Papá Noel o a los Reyes lo que en casa no se puede comprar o qué se siente ante la enfática prohibición materna de jugar al fútbol con las zapatillas nuevas “porque mirá que si las rompés vas a ir a la escuela y a los cumpleaños descalzo”.

En Maxi habita, como huésped de un destello de su memoria emotiva, el recuerdo de la mano cálida de su abuelo llevándolo a Malvinas, pateando piedritas y esquivando raíces desmesuradas en las veredas rotas. Ahí, en ese altar iluminado con luz tenue de sus vivencias, también está el silencioso apoyo de su mamá para que pueda seguir corriendo detrás de su sueño. 

Con su talento y sus goles, Maxi hizo rendir a sus pies al Olímpico de Montjuic (en la transición entre la demolición del Sarriá y la inauguración de Cornellá El Prat, en Barcelona). Cautivó como pocos al Vicente Calderón del barrio Imperial de Madrid. Y su nombre fue entonado por la sinfónica en la atmósfera única de Anfield, en Liverpool, donde lo hicieron sentir como un Beatle. En Peñarol lo adoran y en Newell's se subió, quizás, al podio de los ídolos más grandes junto a Marcelo Bielsa y Gerardo Martino.

En esos clubes tuvo de compañeros, por citar algunos nombres, a Fernando "Niño" Torres, Steve Gerrard, Luis Suárez, Sergio Aguero, Bellamy, Diego Forlan, Jordan Henderson, Dirk Kuyt, Pepe Reina, Gabriel Heinze, David Trezeguet. Da pudor seguir con las firmas.

En la selección, la camiseta se le pegó a la piel como a pocos en las últimas décadas. Fue campeón mundial juvenil en la Argentina detonada de 2001 y después jugó tres mundiales, algo que pocos jugadores en la historia del fútbol pueden mostrar como certificado de crack. 

Dejó rojas las gargantas de los argentinos con el globo precioso que metió de zurda ante México, en la oriental Leipzig de Alemania 2006. Ni que hablar cuando hundió la pelota en el arco holandés, en la última ejecución de la tanda de penales ante Holanda en Brasil 2014, el día que Chiquito Romero se convirtió en héroe y la selección argentina "cruzó el Rubicón", como dijo el inolvidable Alejandro Sabella.

Muchos chicos fueron a despedir a Maxi y se emocionaron (Alan Monzón/Rosario3)

Con la albiceleste jugó con todos. Disfrutó de adentro a Lionel Messi, ese chico que llevó la expresión del potrero rosarino a la cumbre más alta de todas. Y convivió un mes en el predio de la Universidad de Pretoria, en Sudáfrica 2010, con aquel Diego impecable que reía como un niño y que no daba ninguna señal de su horrible final una década después.

Maxi estaba sentado en el sillón más cómodo en el living más lujoso de Europa. Pero como suele sucederles a los hombres sensibles, había algo que no lo dejaba apoyar la cabeza en la almohada. Entonces se bajó del sillón mullido, agarró al pasar una reposera desvencijada y metió los pies en el barro, como le mandaba su corazón. El resto ya es historia conocida y contemporánea. 

La emoción de los pibes por ver a Maxi en su despedida (Alan Monzón/Rosario3)

Maxi nunca se encandiló con las estrellas que tenía a su lado. Hizo caso a sus sentimientos y se dejó llevar por esa intuición propia de las fieras. Volvió a Newell's por amor al escudo, pero también como gesto de agradecimiento a su mamá, a sus tíos "que hicieron de padre" -como él mismo lo contó en la fiesta de despedida-, a sus abuelos, a sus primos. Pergeñó todo para abrazarlos durante muchos años desde adentro de la cancha, antes de este 6 de diciembre de botines colgados en el arbolito a medio armar.

Maximiliano Rodríguez ya es una parte grande del fútbol argentino. Deja una huella ancha y profunda que pueden transitar los miles de chicos que sueñan con ser como él, en ese triángulo virtuoso de Malvinas-Bella Vista-Coloso. Su clase lo pone en un círculo de elite, pero su esencia lo devuelve al campo popular. Porque Maxi es eso: el sueño de los pibes simples y la revancha de los hombres comunes que gritan goles con el puño apretado.