"Veo al futuro repetir el pasado.
Veo un museo de grandes novedades".

(Cazuza/El tiempo no para)

El 2 de mayo de 2022 se habló de Rosario en la Casa Rosada. Ese lunes a la noche estuvieron reunidos el presidente Alberto Fernández, su ministro de Seguridad, Aníbal Fernández, el gobernador Omar Perotti y el intendente Pablo Javkin. En ese encuentro, el gobierno nacional se comprometió a enviar más tropas federales, a habilitar un destacamento móvil de Gendarmería en zona noroeste para que los nuevos efectivos se instalaran allí en forma permanente y a impulsar la sanción en el Congreso un proyecto para mejorar la estructura de la Justicia federal en Santa Fe por fuera de toda la disputa a nivel país en torno a los cargos de ese fuero. 

Diez meses después todo eso sigue pendiente. Aníbal Fernández, Perotti y Javkin se verán las caras este miércoles. Este martes gobernador e intendente se encontraron con el jefe de Gabinete del Ministerio de Seguridad de la Nación. Al mediodía hubo anuncios, como cada vez que recrudece la ola de violencia que desde hace demasiado tiempo ya tiene a maltraer a la ciudad: en un mensaje grabado, el presidente prometió –entre otras cosas– más tropas federales, tecnología, control de las cárceles federales y la participación del Ejército en planes de urbanización en barrios populares. Son muchas de las cosas que Perotti pero sobre todo Javkin exigen desde hace meses.

Matriz nacional

 

“Rosario está en la Argentina”, dice desde hace tiempo Javkin para denunciar la desatención y los incumplimientos en los que incurrió hasta ahora el gobierno nacional. Al mismo mantra recurrió más recientemente el gobernador Omar Perotti, que carga con la cruz de su promesa fallida de campaña: “Paz y orden”. 

Rosario no solo está en la Argentina. Rosario es la Argentina. La violencia en la ciudad se desarrolló con la matriz de los grandes problemas argentinos. Se dice mucho y se hace poco. Se culpa al pasado, nadie asume responsabilidades propias. Hay conflictos entre jurisdicciones y poderes. Las instituciones no demostraron capacidad de respuesta. Enfermos de mezquindad política, las dirigencias solo piensan en estrategias para pagar el menor costo posible o para sacar el mayor provecho posible, según sean oficialismo u oposición. Así, la posibilidad de trabajar en base a proyectos transformadores, fruto de consensos para que puedan sostenerse en el tiempo más allá de que quien gobierne hoy no sea el mismo que el que lo haga mañana, se convierte en una utopía.

La falta de coordinación que se se viene observando arriba se reproduce abajo. La policía provincial y las fuerzas federales no parecen trabajar en conjunto, aunque haya reuniones semanales y un supuesto comando unificado. Aníbal Fernández excusó a los suyos por el horrible crimen de un chico de 11 años en el asentamiento Los Pumitas: “No fue en la zona de Gendarmería”. Pero según fuentes municipales, había efectivos de fuerza a 250 metros. ¿Se enteraron? ¿Podrían haber perseguido a los delincuentes? ¿Tienen en qué hacerlo? ¿Hay algún sistema que integre su sistema de comunicación con el de la policía? ¿Hizo la propia policía algún tipo de persecución?  

Dos hechos disruptivos

 

El problema de Rosario estaba fuera de las prioridades del gobierno nacional. Lo demostró el discurso que el 1º de marzo pronunció el presidente en el Congreso. No habló de la violencia en la ciudad, solo la usó como un argumento para su embate contra la Corte Suprema de Justicia. 

La repercusión del ataque al supermercado del suegro de Messi, con los canales de noticias instalados en la ciudad desde entonces y la participación como artistas invitados de  dirigentes de la oposición en la trágica puesta en escena, obligó a Alberto Fernández a subir la cuestión a su agenda y realizar el anuncio de este martes. 

Ese hecho potenció los reproches públicos de Javkin, a los que en las últimas semanas, en coincidencia con el tercer cambio de ministro de Seguridad de la provincia, se sumó Perotti.

Este lunes hubo otro hecho disruptivo que quebró la inercia de los poderes institucionalizados: la pueblada que nació de la bronca de familiares y vecinos del chico asesinado en Los Pumitas, se potenció con la presencia de las cámaras de televisión que llegaron mucho antes que la policía, y terminó con la destrucción de búnkeres y saqueos de casas que supuestamente pertenecían a narcos (Lo disruptivo fue la rebelión, no el asesinato de un niño porque también a eso nos hemos –mal– acostumbrado). 

Así, mientras el debate público se encerraba en si las tropas federales son o no suficientes, si tienen el equipamiento adecuado para actuar, si la policía sirve para algo, si el ejército tiene que hacer tal o cual cosa, si las vacantes en la Justicia federal no se cubren por culpa de tal o cual; la crudeza de las imágenes arrasó con el palabrerío vacío. Porque no solo expusieron que la paciencia de los mansos tiene límites sino también la pauperización de las condiciones de vida de decenas de miles de personas.

Ese es, al fin, el caldo donde se cocina desde hace décadas el explosivo guiso de la violencia. Un plato imposible de digerir y en el que la impericia, la impotencia y la complicidad estatal son ingredientes fundamentales.

Ojalá que esta vez los anuncios sean algo más que un conjunto de palabras para salir del paso.