La pandemia enloquece. Vivimos una situación inédita, jamás imaginada y que, además, no nos dio tiempo a prepararnos. Como dijo ayer, viernes 27 de marzo, el infectólogo Mariano Gianello: hace solo 12 semanas, en un diciembre que hoy no solo parece lejano sino también añorable, se confirmaban los primeros casos de coronavirus en Wuhan, China.

Los medios locales publicaron esa noticia sin siquiera darle un espacio predominante. Un virus más, originado allá lejos, como ya ha habido otros después de la amenaza de la gripe A en 2009.

Recién en febrero la enfermedad avanzó en Italia, situación que puso en vilo a todo el mundo occidental. Desde entonces todo fue vertiginoso, caótico. ¿Quién imaginaba hace tres o cuatro semanas el encierro que vivimos hoy? Si recién a principios de marzo Argentina registró los primeros positivos, de viajeros que volvían de Italia.

Desde entonces todo cambió, nuestro modus vivendi explotó y estamos pedaleando en el aire, con más incertezas que nunca en la historia contemporánea. 

Mientras tanto, entre el encierro y la distancia social, el miedo se abre paso, con el mismo vértigo y ferocidad que la enfermedad. 

Es natural, cómo no temer en este tiempo angustioso. Pero ese sentimiento despierta lo peor de nosotros y no hay que permitir que nos gobierne. 

¿Cómo puede ser que las familias de personas que se contagiaron y ahora están aisladas en sus casas en Rosario perciban -y reciban- rechazo y acoso?

El miedo separa, fragmenta. Aún más de lo que ya estamos. Pone al otro en un lugar de sospecha y eso despierta lo peor de cada uno, y del conjunto. El miedo es padre del odio. Y, aunque a lo que finalmente temamos sea a la muerte, él mismo miedo también mata: probablemente al temido; seguro al que teme. 

¿Cómo hacemos ahora, que el miedo parece invadir todo? Miedo al picaporte, a los botones del ascensor. Ni hablar a quien tose o estornuda. Miedo a quien lleva barbijo, porque, ¿por qué lo lleva? Y a quien no, qué irresponsable. Miedo a que la cuarentena sea demasiado corta, o demasiado larga.

Vivimos tiempos complejos. Esto es mucho más que una crisis económica, de esas en las que somos expertos los argentinos. La pandemia nos lleva a ese lugar y, más angustiante aún, a contar números de infectados y de muertos, en vivo y en directo.

Nadie atraviesa la tormenta sin mojarse. Y no alcanza con un paraguas, hay que construir un techo. Un nuevo techo, que cubra al conjunto . Para eso habrá que superar el miedo. O, más humano quizás, seguir adelante con él. A pesar de él.

Un buen punto de partida es no apuntar al otro. Hacerse cargo de lo que nos toca. El virus, dicen los expertos, nos afectará a muchos, muchísimos. Y eso no será por culpa de nadie. No es porque a mi vecino o vecina se le ocurrió ir a Europa.

Enfermarse no es delito. La persona que se enferma es eso, una persona enferma, no un asesino o asesina. Solo una persona que necesita de asistencia y solidaridad, ese antídoto que también, por suerte, explota en estos días.

Yair Atum, un médico rosarino que días atrás asumió el riesgo de atender en pleno vuelo a un hombre que desesperado por volver al país subió a un avión en Madrid ocultando que tenía síntomas de coronavirus, lo expresó con claridad y sentido común. “Mejor no juzgar”, dijo el joven profesional que, como tantos de sus colegas a los que aplaudimos cada noche, no dudó en poner el cuerpo, a pesar del miedo.