Era una helada noche de invierno. No andaba ni un alma por la calle. Había viento, pero ni se escuchaba su silbido. “¿Será esto la Nada?”, le pregunté, haciéndome el filósofo, al Pelado Mele, uno de mis mejores gomías. “No hinchés las pelotas y caminá rápido”, fue su contundente respuesta. Seguimos caminando y, cada tres o cuatro pasos, relojeábamos si venía algún bondi.

Pero el primer vehículo que se acercó fue un auto repleto de pibes. El coche aminoró la velocidad y, cuando estuvo a la par nuestro, el acompañante bajó la ventanilla y gritó algo relacionado con nuestra edad avanzada. El Pelado Mele, ya casi violeta del frío, masculló tres o cuatro palabras que ni siquiera él entendió. Yo casi saco la mano derecha del bolsillo para hacerles fuck you, pero me dio frío de solo pensarlo.

De repente, a dos o tres cuadras de distancia, atravesando la neblina, apareció un bondi. “¿Es el 101 o el 110?”, me preguntó el Pelado, mientras se acomodaba los anteojos y entrecerraba los ojos para enfocar mejor. “Es el 110”, respondí con aplomo, como si tuviera alguna prueba. “¿Estás seguro? ¿No es el 101?”, insistió, desconfiado como de costumbre. “¿El orden de los factores altera el producto?”, retruqué a modo de pregunta, con una sonrisa. El Pela se reprimió las ganas de putearme, quizá porque ya llegaba el bondi. Cuando finalmente comprobó que era el 110, hizo señas con la mano y se escuchó el desgarrador chirrido de los frenos. Antes de subirse, el Pelado Mele se sacó su viejo gorro de lana celeste y blanco con la inscripción “Campeones México 86” y me lo tiró, mientras me decía “Tomá, así no te cagás de frío”.

Lo vi caminar por el pasillo del bondi, con un par de billetes en la mano, seguramente buscando que alguien le marque tarjeta. Alcancé a ver su cabeza, ahora descubierta, echando humo a lo loco. Y, después, vi que al 110 amarillo se lo tragaba la niebla.

Entonces me puse el gorro de lana, que todavía estaba tibio, y sentí que la noche ya no era tan fría ni oscura.