Cuando en 2019 Cristina Fernández de Kirchner decidió que Alberto Fernández y no ella debía ser el candidato a presidente imaginó que el Frente de Todos –el peronismo reunificado– no solo iba a ser un instrumento electoral eficaz para desalojar a Mauricio Macri del poder sino que además se iba a convertir en el eje articulador de los acuerdos necesarios para gobernar un país en crisis terminal, empobrecido, con la industria y el empleo malheridos, y condicionado por una deuda externa gigantesca. Fue en pos de eso que decidió ceder el primer lugar de la fórmula, bajo una convicción a la que el hoy presidente le puso las palabras justas: “Con Cristina no alcanza, pero sin ella no se puede”.

El tiempo pasó y el Frente de Todos, que por ahora se dobla pero no se rompe, sirvió para que el peronismo recuperara el poder, pero como herramienta de gobierno es hasta aquí un nuevo fracaso.

La historia de las coaliciones argentinas se repite, así, como farsa. Nacidas como espacios de confluencia circunstancial de sectores de oposición a determinadas figuras o proyectos, son eficientes para llegar al gobierno pero no para ejercerlo.

Pasó con la Alianza –nacida como alternativa al menemismo–, con Cambiemos –que unió a los radicales y al PRO como alternativa al kirchnerismo– y pasa ahora con el Frente de Todos –que juntó distintos pedazos en los que se había fragmentado el peronismo para evitar la reelección de Macri–.

Así, en medio de la volatilidad del voto y un internismo que pone cada vez más lejos a las dirigencia de las preocupaciones de la ciudadanía, se consagró una lógica que hoy se parece demasiado a un callejón sin salida: a un mal gobierno de un signo político le sigue otro mal gobierno de otro.

La pregunta es cómo salimos de ese carrusel que tiene mucho de suicida. Cómo se genera confianza para que el voto sea realmente una herramienta de elección y no de castigo.

Hace años que la Argentina está atrapada entre dos identidades políticas que ya no parecen capaces de dar respuestas, al menos por sí solas, a lo que el país necesita para salir de esta etapa en la que se acumulan frustraciones: el kirchnerismo y el macrismo.

Las disputas internas que hoy tensionan a las dos coaliciones con mayores responsabilidades institucionales –el Frente de Todos y Juntos por el Cambio– tienen entre sus factores los intentos por generar nuevos liderazgos.

Pero ni Cristina ni Macri están dispuestos a dar pasos al costado así nomás, a pesar de que su influencia se vea cada vez más menguada, sobre todo después del acuerdo suprapartidario que permitió la aprobación parlamentaria de la refinanciación de la deuda con el FMI.

Superar estos liderazgos, quitarles centralidad, es un paso necesario para superar la actual traba que tiene el sistema político para establecer una agenda que apunte a transformar la penosa realidad actual y se sostenga en el tiempo.

Más allá de la valoración que cada argentino o argentina tenga sobre sus gobiernos, con ellos en la cancha las identidades políticas se seguirán definiendo por la oposición a algo o a alguien y la grieta continuará como principal método de acumulación.

La experiencia muestra que eso no construye, no genera los proyectos que el país necesita para salir de un proceso de deterioro que se extiende peligrosamente.

Quedan casi dos años de este gobierno. Más allá de los deseos de algunos medios y de un puñado de dirigentes que cree que el albertismo es aún posible, seguramente nadie sacará los pies del plato hasta que el final esté absolutamente claro. Lo que no quiere decir que no se sucedan las diferencias internas, tanto en el oficialismo como en la oposición.

El escenario para 2023 es aún incierto. Pronosticar quién va a gobernar la Argentina sería una temeridad. Eso supone, además de una crisis, una oportunidad. Incluso la de trascender las actuales coaliciones, las actuales identidades políticas, para poder construir nuevas.   

Mientras tanto, la inflación, el aumento de la pobreza, la violencia, la inseguridad siguen en nuestro cotidiano. Ahora sin el fantasma atormentador del default, pero bajo la nunca deseable tutela del FMI y con un mundo en guerra.