Todo 20 de junio es político. Desde hace décadas la cita en el Monumento se ha convertido en espacio en el que la política monta una escena pública sobre las tensiones del momento, a las que pone en diálogo con un hecho histórico constitutivo del mito de la argentinidad –la creación de la bandera– y un protagonista con el que las dirigencias intentan mostrarse espejadas: Manuel Belgrano. 

Pero como en toda teatralización, también está el público. El Día de la Bandera ha sido también, con mayor o menor entusiasmo, un espacio de expresión cívica y de encuentro de una ciudadanía que tiene a su vez su propio diálogo con el escenario: puede haber amor, odio, indiferencia, y todas esas cosas juntos, pues la bandera nos contiene –o debería hacerlo– a todos. Un termómetro que muchas veces las dirigencias prefieren no mirar: tener a la vista solo a militantes propios, armar actos restringidos e hipervigilados, o directamente ausentarse han sido recursos para eludirlo.

Alberto Fernández no estará el lunes en Rosario. Podría haber venido y anunciado en el Monumento el pago de la deuda histórica de la Nación a Santa Fe. Pero prefirió hacerlo en Santa Fe el miércoles, en un entorno mucho más protegido. ¿Para qué exponerse a más en un momento en el que ni siquiera tiene garantías de que el peronismo se movilice para defender a su gobierno y en el que su impopularidad crece a la par de la inflación? ¿Para qué, incluso, escuchar una vez más eventuales reclamos de los gobernantes locales –el gobernador Omar Perotti y el intendente Pablo Javkin– y volver a formular promesas que ya incumplió, como soluciones para la crisis de violencia que atraviesa la ciudad y mayor federalismo?  

Acaso haya tomado nota de que en la última convocatoria vinculada a la historia nacional realizada en el Monumento, en la vigilia por el 40º aniversario de la guerra de Malvinas, la dirigencia política que se subió al escenario convocada por los ex combatientes –los mismos Perotti y Javkin junto a legisladores nacionales y provinciales– no fue justamente bien recibida, un episodio que puso en acto algo evidente: el malestar de un sector importantísimo de la ciudadanía con sus representantes. 

Los ex combatientes volverán a tener un lugar central en los actos por el Día de la Bandera.

No es lo mismo que el presidente venga o no. En principio, le quita a la celebración trascendencia nacional y expectativa periodística. Aunque en el marco actual, se pueden encontrar beneficios: apaga tensiones políticas y permite reducir el acto oficial –que esta vez será bien temprano y muy centrado en el homenaje a los excombatientes de Malvinas–, lo que a su vez minimiza la posibilidad de que se produzcan situaciones como las de la noche previa al 2 de abril. Acaso habilite también, a través de las actividades culturales, a una apropiación exenta de fricciones por parte de una sociedad que atraviesa un proceso de fragmentación que no parece encontrar freno.

Contra el “sucio trapo rojo”

     

“El Día de la Bandera es político desde su mismo origen”, dice el historiador Mario Gluck, un investigador académico que fue director del Monumento. De hecho, es producto de una lucha que iniciaron las elites de la Rosario en expansión de fines del siglo XIX para insertarla dentro de la “historia simbólica de la Nación”. Pero la iniciativa recién se convirtió en ley en 1938, luego de que “un grupo de militares y civiles conservadores bonaerenses”, menciona Gluck, llevaron el tema al Congreso bajo lo que consideraban una necesidad imperiosa: generar anticuerpos ante el avance del internacionalismo socialista, representado por la bandera roja.

El hecho muestra una continuidad histórica que llega hasta el presente: la debilidad del lobby local, que recién logró su cometido cuando sus intereses confluyeron con otros mucho más influyentes, cuando no de Buenos Aires.

Algo parecido pasó con el Monumento a la Bandera, hoy no solo sede de la celebración del 20 de junio sino también de toda convocatoria cívica de importancia, de toda puesta en acto democrática de la ciudad. Basta con mencionar que la piedra fundamental para su construcción se colocó en 1898, bajo la Intendencia de Luis Lamas, pero que recién en 1940 se sancionó la ley nacional que habilitó la obra, que arrancó en el 43 y se inauguró en 1957.  Es decir, casi 60 años después.

En ambos asuntos –las movidas para que se declarara el Día de la Bandera y para que se construyera el Monumento– tuvo un rol fundamental Calixto Lassaga, una especie de patriarca de la cultura y la elite dirigente de Rosario en la primera mitad del siglo XX. 

Fue él, explica Gluck, quien impulsó que la celebración fuera el 20 de junio y no el 27 de febrero –fecha de 1812 en la que Belgrano izó por primera vez la enseña nacional–, para que formara parte del calendario escolar, algo que consideraba fundamental para que el Día de la Bandera adquiriera un sentido patriótico similar al del 25 de mayo o el 9 de julio. 

“La fecha indicada pareciera ser el 27 de febrero, más como conviene que las escuelas tomen parte en las festividades que se organicen y en esa época se encuentran clausuradas, preferible es elegir el 20 de junio, aniversario de la muerte de Belgrano, fecha en que pueden también los conscriptos prestar el juramento en el mismo sitio en que la enarbolara el ilustre prócer”, escribió Lassaga en un artículo publicado en 1933 en La Capital. El texto fue recuperado por Gluck en un capítulo del libro “Rastrear memorias. Rosario, historia y representaciones sociales 1850/1959” (UNR editora), que incluye la participación de varios historiadores.

Con el diario del lunes, puede decirse que no se equivocó Lassaga: basta con ver las escenas de emoción y unión que se produjeron durante los últimos días, en los actos de promesa a la enseña patria que se realizaron en el patio cívico del Monumento.

La emoción de los chicos en la promesa a la bandera (Alan Monzón).

Los primeros festejos

La participación de los chicos se dio desde las primeras celebraciones, que tenían tres patas: los militares, la Iglesia y las escuelas. Eran “jura (de los conscriptos), misa y desfile”, sintetizan los historiadores Gabriela Couselo y Alex Ratto en un texto que escribieron para el “Congreso de Belgrano y su tiempo”, publicación de la Academia Nacional de Historia que se puede descargar aquí.

Los actos se realizaban mayormente frente a la estatua de Belgrano ubicada en el parque Independencia, sobre Oroño, a la altura de lo que es hoy la entrada al quincho del club Gimnasia y Esgrima. “Alternadamente, y a veces simultáneamente”, también en la plaza ubicada en el predio donde hoy se levanta el Monumento a la Bandera y que también llevaba el nombre del prócer. 

Con la llegada del peronismo –relatan Couselo y Ratto– se produce una mayor participación popular y la incorporación de la mujer: las enfermeras de la Cruz Roja se sumaron al desfile. Juan Domingo Perón estuvo en Rosario en junio de 1944, cuando aún no era presidente sino secretario de Trabajo. Fue en el estadio de Newell’s, pero según historiadores vinculados al club no fue el 20 sino el 23 de junio y para un acto con trabajadores.

En 1949, en tanto, no viajó a la ceremonia que se realizó en el Monumento a Belgrano y la jura a los conscriptos la tomó el entonces ministro de Educación, Oscar Ivanisevicch. Pero desde Buenos Aires pronunció un discurso dirigido a los jóvenes que los asistentes escucharon a través de los altoparlantes instalados en bulevar Oroño. Ese 20 de junio Perón buscó –como otros presidentes posteriores, muy especialmente Cristina Kirchner– mostrarse como continuador de las ideas de Belgrano, gran impulsor de la educación pública como factor para igualar oportunidades, y anunció la eliminación de los aranceles universitarios para que “la enseñanza sea absolutamente gratuita y esté al alcance de todos los jóvenes argentinos que anhelen instruirse para bien del país”. “Para honrar a los héroes, nada mejor que imitarlos”, enfatizó.

El último Día de la Bandera con aquel peronismo en la Casa Rosada, el de 1955, fue en medio de una crisis del gobierno con la Iglesia y las Fuerzas Armadas. Cuatro días antes, el 16 de junio, aviones militares habían bombardeado la Plaza de Mayo, donde produjeron una masacre, y abrieron camino definitivo hacia el golpe de Estado del 16 de septiembre, bautizado por sus impulsores como la Revolución Libertadora. El 20 de junio, con el país bajo estado de sitio, hubo una pequeña ceremonia militar, recupera el trabajo de Couselo y Ratto. Un acto mínimo, como acaso ningún otro, frente al Monumento a Belgrano.

Monumento a la Bandera y militarización

 

La mudanza al Monumento a la Bandera se produjo para la inauguración del mismo, el 20 de junio de 1957, con la presencia del presidente de facto Pedro Eugenio Aramburu. Fue coronada por un desfile militar de dimensiones no vistas hasta ese momento, lo mismo que la multitudinaria asistencia. 

Una foto histórica del 20 de junio en el Monumento.

Tras el traslado creció la participación popular. La impronta militar se profundizó con el correr de los años y la sucesión de los golpes que interrumpieron las gestiones democráticas de Arturo Frondizi –según un artículo de La Capital en 1961 fue el primer presidente constitucional que viajó a Rosario para la celebración del Día de la Bandera–, Arturo Illía y, fundamentalmente, con la llegada de la dictadura más sangrienta de la historia nacional: la que el 24 de marzo 1976 derrocó al gobierno de Isabel Perón, quien había asumido en reemplazo de su marido, fallecido en el 74.

La participación de las escuelas se sostuvo. Lo mismo que la estructura de la celebración: misa, jura y desfile militar, más discursos reivindicatorios del accionar de un gobierno que, mientras tanto, cometía un genocidio en los centros clandestinos de detención y con los vuelos de la muerte.

El despliegue castrense incluía tropas que llegaban de todo el país, la participación de aviones –acaso los mismos con los que realizaban los mencionados vuelos de la muerte– y hasta de camiones y tanques de guerra, que en los días previos se instalaban en la avenida Belgrano, al sur de Canal 5. Todo un atractivo para los chicos de aquella época, que corríamos los 18 y 19 de junio hacia allí a la salida de la escuela, fascinados por la posibilidad de ver por dentro y por fuera esos vehículos que solo conocíamos a través de series y películas.

  

Democracia y después

 

En la misma campaña de las elecciones de 1983 el Monumento ganó espacio como escenario de expresión cívica y encuentro democrático. El acto de cierre de Raúl Alfonsín reunió a 300 mil personas allí y se convirtió en todo un hito. Sin embargo, el radical vino una sola vez para el 20 de junio, en 1984, y el acto continuó con el desfile militar como eje, aunque –en un marco del repudio y el retroceso de lo castrense en general– sin el despliegue de antes.

La desmilitarización y la apropiación civil de los actos del 20 de junio fueron más claras durante el gobierno menemista, el mismo que puso fin, tras el asesinato del soldado Carrasco en Neuquén, al servicio militar obligatorio. El protagonismo que ganaron los ex combatientes de Malvinas y la participación de los centros tradicionalistas con los gauchos a caballo fue una marca de la época. 

El 20 de junio de 1990, el primero al que asistió Menem como presidente (La Capital).

En ese período también avanzó la partidización de la celebración, con la movilización de militantes por parte de dirigentes –en general intendentes de la región– que apoyaban al entonces presidente. Durante sus 10 años de mandato Carlos Menem viajó en 5 oportunidades a Rosario para encabezar los actos del 20 de junio: 1990, 1991, 1993, 1997 y 1998.

Precursor de la campaña permanente, las visitas del riojano siempre incluyeron tensiones políticas, al punto que en 1993 se produjo una batalla entre militantes menemistas del Sindicato de Obras Sanitarias y estudiantes de Franja Morada que intentaban llegar a la zona del acto para manifestarse contra las política neoliberales del menemismo. 

En los dos últimos viajes del entonces mandatario hubo movidas para impulsar un plan de segunda reelección que nunca prosperó y Menem encabezó además del Día de la Bandera actos para colocar las piedras basales en las cabeceras del puente Rosario Victoria, una obra cuya demora también demuestra las dificultades del lobby local para conseguir que se concreten sus realizaciones: la idea se planteó por primera vez a principio del siglo XX y el proyecto se inauguró en 2003.

Alta en el Cielo

Fernando de la Rúa, que asumió en el 99 y renunció luego de las revueltas y la represión de diciembre de 2001, no participó durante su gestión de la ceremonia. No importó demasiado. En esos años nació un proyecto que de a poco fue fundamental para construir un vínculo más genuino, amoroso, entre la ciudadanía –y no solo de Rosario– con el 20 de junio en particular y la bandera en general: Alta en el Cielo, una convocatoria/delirio ideada por el periodista Julio Vacaflor –y el glorioso programa de tele y radio La Mamadera– para elaborar la bandera más larga del mundo con retazos enviados por escuelas y particulares de todo el país. Eso de coser los pedazos se convirtió en todo un símbolo de unidad, en medio de un quiebre sistémico que puso a la política bajo el reclamo de “que se vayan todos” y se llevó puesto a un gobierno.

Así se cosía la bandera de Alta en el Cielo en el Monumento.

Vacaflor recuerda hoy, emocionado hasta las lágrimas, lo que pasaba en el Monumento, donde se instalaban las máquinas de coser en los días previos al 20 de junio de 2002 y con la sociedad todavía estremecida por los hechos del 19 y 20 de diciembre del año anterior. “Fue demoledor. La gente venía de a montones a coser. Lo hacían y después te abrazaban. En medio del llanto te decían cosas ininteligibles, pero todos sabíamos qué era”, recuerda del otro lado del teléfono. Y cierra: “Alta en el Cielo es el Monumento Emocional a la Bandera”.      

El desfile de esa bandera –que en 2012, año del bicentenario de la creación de la enseña patria y cierre del proyecto, llegó a los 20 mil metros de largo– se convirtió en todo un espectáculo y a la vez en una experiencia en aquel tiempo, en el que los vaivenes de la relación entre el kirchnerismo gobernante a nivel nacional y el socialismo a nivel local también delinearon el clima político de cada 20 de junio.  

Tensiones y épica belgraniana

 

Todo era concordia cuando Néstor Kirchner –que estuvo dos veces en el acto– apostaba a la transversalidad y Hermes Binner era tan amigo que se lo mencionaba como posible ministro. La cuestión cambió con Cristina, que no asistió en 2008 –en pleno conflicto con el campo– ni en 2009, pero sí los años siguientes –salvo en 2012 porque estaba en el exterior– y se convirtió en la gran protagonista de esas celebraciones, en las que sus militantes copaban la escena y silbaban al mismo Binner, que ya era gobernador. En 2011 el socialista fue el principal adversario de Cristina en las elecciones presidenciales, en las que fue reelecta con el 54%.

Así, la grieta que hoy es un factor clave de la política nacional hacía de las suyas en el palco oficial y sus alrededores. Pero más acá, sobre la calzada de la avenida Belgrano, se diluía entre las miles de manos que desfilaban con la bandera más larga del mundo. 

La actual vicepresidenta y los gobernantes socialistas coincidieron, sin embargo, en una cuestión que se fortaleció también en aquellos años: la reivindicación de la figura de Belgrano, la promoción de una épica belgraniana, que se expresaba tanto desde los discursos como de las actividades culturales con puestas que incluían hasta la recreación de la propia marcha del prócer por la ciudad. Con mayor modestia, algo de eso volvió a verse en estos días también durante las ceremonias en las que los chicos prometieron lealtad a la bandera en el Monumento.

Cristina y Binner en uno de los actos que compartieron en el Monumento.

Pero todo aquello lo desinfló el macrismo, que entre su carácter ahistórico y su discurso contra la política tradicional, vació la celebración del Día de la Bandera con actos cerrados e hipervigilados. El colmo de eso fue que Mauricio Macri, un presidente fóbico a la movilización popular, quedó entre los que más partidizaron la celebración: en su primer acto (2016) les hizo gritar el “sí se puede”, eslogan de su propia campaña electoral, a los chicos de las escuelas rosarinas presentes, y en el último (2019), realizado en un club de zona sur en plena campaña por la reelección, utilizó el discurso pronunciado también frente a alumnos locales no para hablar de Belgrano sino para acusar de mafiosos a los sindicalistas Hugo y Pablo Moyano.

Ese mismo día, Cristina Kirchner, ya como candidata a vicepresidenta, estuvo más tarde en Rosario para presentar su libro “Sinceramente” y aprovechó para, como ya lo había hecho Perón y ella misma en otras oportunidades, plantarse como continuadora de las ideas del creador de la bandera, al punto que bromeó: “Yo podría haber sido la amante de Belgrano”. 

El día que Macri gritó el "sí se puede" en el Monumento.

Sentido de pertenencia

 

“Los actos políticos en ocasión de efemérides son un escenario de primera importancia para generar un sentimiento de pertenencia de todos aquellas que participan de él”, escriben en su trabajo los historiadores Couselo y Ratto.

Algo de eso buscaron quienes desde Rosario impulsaron la celebración del 20 de junio y apostaron a insertar a la ciudad en la historia grande de la Nación, por su condición de “cuna de la bandera”, una de sus marcas distintivas.

En esa línea también jugó el rescate de la figura de Belgrano, alguien que, deberían tener en cuenta los y las dirigentes que quieren emparentarse con él, nació rico y murió pobre. Lo mismo pasó con Alta en el Cielo.

A propósito de esto último. Qué necesario proyectos como el de Vacaflor en tiempos como el actual, de penurias y fragmentación social. Lo puede decir cualquiera que haya participado en esos desfiles en los que desde el propio cuerpo se vivía la experiencia de ser alguien más, dentro del conjunto de miles de personas que caminaban en una misma dirección, abrazadas por una misma bandera y a la vez como sostenes de ella.