El automóvil zigzagueaba por el sendero de montaña, subestimando abismos. Sólo detenía su ascenso para permitir el paso de algún ómnibus, que rozaba el vehículo al pasar. Aquella ruta estaba rodeada por una enmarañada vegetación, que aportaba un aroma vívido al tórrido día de verano.

A unos quinientos metros de altura, el conductor sacó su mano izquierda por la ventanilla e indicó: “Por ahí vive una comunidad hippie”. Jorge, su acompañante, dirigió sus fatigados ojos hacia esa dirección, pero sólo observó árboles y algunas piedras de gran tamaño.

-Yo vivía en Buenos Aires. Hace diez años conocí este lugar, y decidí quedarme a vivir. Todos los días hago este viaje. Hasta hace unos años veías pumas y otros animales en este camino, pero ahora pasa mucha gente por acá. Los pumas huyeron del hombre, se escondieron en la alta montaña -comentó el chofer, y luego prosiguió-. Una tarde de diluvio, subí a un puto que paraba en el hotel de la montaña, un hotel de lujo. El puto decía que era de la farándula de Buenos Aires. Gritaba “¡Esto es encantador!”, se asomaba por la ventanilla y sacaba fotos bajo la lluvia. Yo trataba que el viento no nos lleve el auto al precipicio.

El ascenso por San Javier continuó y, a unos dos mil metros de altitud, comenzaron a divisarse algunas casas. El conductor frenó junto una de ellas. “Acá está el alojamiento”, anunció, y Jorge descendió del coche. El hombre llevó dos de sus dedos a la boca, les chifló a los lugareños, cobró, saludó y se marchó.

El sol ya se desdibujaba, caería pronto. Jorge contempló el paisaje. Allá abajo, en la distante San Miguel de Tucumán, miles de luces se iban encendiendo intercaladamente, una tras otra, tímidamente, como respetando la oscuridad. El disfrute de aquella escena fue interrumpido por dos grandes perros que comenzaron a ladrar, uno a cada lado del camino de piedra. Ladraban, ladraban, ladraban. El nuevo huésped logró llegar hasta los anfitriones. Estos miraron fijamente a los perros, los perros los miraron fijamente y enmudecieron. Junto a la puerta de la casa, había una anciana, una mujer amamantando a su hijo y algunos niños.

-Buen día, son treinta pesos por persona, más cinco por el baño –dijo la anciana, con una sonrisa de bienvenida.

Luego de una breve charla, Jorge se adentró en la parte posterior del terreno. La estancia era amplia. El terreno estaba en bajada. Había dos grandes antenas, una pequeña cancha de fútbol y muchas flores silvestres. Ofrecía una vista magnífica de la ciudad.

Algunos niños estaban jugando a la pelota en la diminuta cancha de césped. Era un verdadero espectáculo. A unos dos mil metros de altura, los niños danzaban tras el balón y parecían volar. Las niñas también lo hacían. Tenían que jugar en una zona de diez metros por siete, aproximadamente. Si impulsaban la pelota fuera de de esa zona, bajaría por la montaña y no volverían a verla. Un chico ocupaba uno de los arcos de madera. Tras el arco estaba cayendo el sol. Cada vez que la pelota se metía en el arco, viajaba hacia él. Aquellos debían ser los goles más hermosos del mundo.

Jorge vio un hombre colocando una bombita de luz sobre un alambre. Acariciaba los 70 años, se llamaba Hugo y trabajaba para Vialidad, en el sendero de montaña. Sus negros ojos parecían huérfanos de toda maldad, su curtido rostro evidenciaba una forma de vida. El fulbito de sus nietos le iluminaba la mirada en la apacible tarde tucumana.

Hugo saludó y fue hacia su casa. A las cinco de la mañana desvelaría a los gallos con su tractor. Los purretes correteaban y el sol ya tenía menos fuerzas para devorarles la pelota. Entonces se escuchó un ruido que avanzaba desde arriba. Toc, toc, toc, toc. De repente, tres caballos se adueñaron del terreno. Una gallina empezó a correr y sus críos la siguieron, piando enloquecidos.

Los equinos se detuvieron, majestuosos, con sus largas cabelleras de petróleo. Pero la magia residía en sus ojos, que denotaban cierta inocencia. Quizá hay algo que no sabían y tampoco querían saberlo. Pastoreaban y alejaban moscardones, moviendo sus colas como abanicos de seda.

Luego retomaron movimiento y comenzaron una larga carrera por la yunga. Sin hipódromo, sin jockeys, sin monturas, sin cronómetros, sin espacio y sin tiempo. La libertad debía soñar con esto. Jorge dejó de pensar en ello y se sumó al fulbito, mientras el destino aprendía a correr desde atrás a los caballos salvajes.