La médica del hospital me intercepta entre los pasillos de un piso repleto de pacientes. “Hay algo que tenés que ver”, me dice y cuenta rápido detalles de la historia. Frente al edificio hay una casa convertida en un basural. Dentro de su hedor vive una mujer con síndrome de Diógenes. Una linyera urbana que cobija sus tesoros acumulados en los últimos 20 años. Paredes húmedas, los pisos sucios, montañas de ropa, calzados viejos y objetos encontrados en la calle.
Le pido precisiones para dar con el caso y cruzo la calle. Detecto la casa, me asomo detrás de los vidrios rotos de la puerta, solo entongada y enlazada con una linga de bicicleta, y la veo. La señora sentada en una silla espera sin éxito que el sol del invierno la cobije un poco. La mañana es helada y ella en soledad bajo una montaña de basura, solo suplica por un poco del calor que le mezquina las nubes del día.
Cómo puede vivir allí, en el inicio de este nuevo y duro invierno, una mujer en su desamparo entre esa montaña de cartones, papeles y restos de las heces de las ratas que merodean las habitaciones.
La historia casual presentada por la profesional de salud (casi como una vecina ocasional del drama) tiene sin embargo un largo peregrinar. Sus vecinos reclamaban hacen años la intervención de las áreas del municipio. Sin éxito por las tensiones ofrecidas por la señora sin nombre. En esta historia la suciedad se ve, su hedor será solo la alarma que esconde otros problemas.
“Me tienen harta, ya voy a limpiar, solo pido un poco de tiempo”, me dice tras la puerta la acumuladora sin nombre. “Esto empezó cuando falleció mi tía. Empecé a cirujear porque no tenía dinero y traía las cosas acá. Lo que pasa es que a mi encanta mucho la ropa y los zapatos. Ese es mi problema”, cuenta.
Sin embargo, el problema es mayor. En su casa no hay luz, ni agua o gas. La cocina y el baño están fuera de cualquier servicio y tampoco tiene vidrios en las puertas. “No hay un lugar cálido dentro de esa casa”, me confiesa Carolina Labayrú, secretaria de Cercanía y Gestión Ciudadana de la Municipalidad de Rosario, quien junto a su equipo tomó el caso para intentar solucionarlo.
La casa basural, con ratas o sin ellas, con luz o sin luz, no está en condiciones de ser vivienda de nadie. Aun limpia y desinfectada solo tiene destino de demolición. Sus pisos de pinotea podrida, sus paredes inseguras, sin ingreso y egreso normal de agua potable con sus desagües adecuados. Un lugar en pleno macrocentro rosarino, frente a un gran Hospital Privado, a metros de un colegio y una iglesia, lindero a un comedor y con familias viviendo tras sus medianeras, transformado en un hediondo basural.
Pero ese (y así como está) es el hogar de esta mujer sin nombre. Quien vive sola porque, según confiesa, la mugre auyentó a su hermana, a su familia o incluso a un compañero (ella lo describió como su “novio”). “Me dejó por esto, era taxista, me dejó por esta mugre y por mis dientes (muestra que le falta buena parte de su dentadura)”
Los casos de acumuladores compulsivos (también descripto por la terapia profesional Síndrome de Diógenes) constituye para la psiquiátrica un complejo objeto de estudio. Se ha descrito fundamentalmente en ancianos y está caracterizado por abandono extremo del auto-cuidado, acumulación de basuras y objetos inservibles, autonegligencia, marcado aislamiento social y nula conciencia de enfermedad. Según las estadísticas entre un tercio y la mitad de los que padecen el síndrome cursan con demencias o de algún tipo de trastorno mental (más frecuentemente esquizofrenia, trastorno de personalidad, trastorno afectivo o alcoholismo).
El combo de la fina teoría coincide con lo narrado por la linyera sin nombre. La extensa charla en su casa, primero con el cronista, después con Carolina Labayru y el resto de los funcionarios expuso la crisis emocional de un infierno de soledades. La mujer decidió abandonarse en medio de una montaña de basura para nunca saber cuándo empezar a desprenderse de esos tesoros inútiles y hediondos.
No es el único caso. En nuestra ciudad cientos de personas solas acumulan basura a su alrededor. Incluso entre la población normal tres de cuatro personas guardar y atesoran cosas que no usan ni necesitan.
En tiempos de Estados reversionados se necesita la contención para los desamparados. La mujer sin nombre (insistimos en reservar su identidad para evitarle males mayores) necesita ayuda. Su casa está limpia, con cerradura en lugar de linga, con conexión eléctrica y tal vez algún abrigo de más, pero con un duro trabajo para hacer en el día a día.
Va a necesitarse mucho más que los brazos del Estado para que la vida de la mujer se transforme. La limpieza semanal de su desmoronada casa, la atención sanitaria y la restructuración edilicia será parte de una tarea que no alcanzará con la buena voluntad de las dependencias estatales.
Ella está sola en un mundo despiadado para los que andan solos y eso condicionará el final feliz de la historia.