Llegué a Pichincha pasado el mediodía y aunque estaba ya enterada de su triste partida, pude oírlo en un eco mezclado  entre la queja de los plátanos al caer sus hojas secas. Cómo ellas, se desprendía su imagen desgarbada, su andar a saltitos que indefectiblemente hacía chocar los bordes de su melena blanca contra la espalda curva y su omnipresencia en las calles del barrio.

"Sabrina". Solía sorprenderme, cómo salido de la nada, siempre vibrantes los ojos,  ávido de conversación. Cuando fuimos nuevos en aquel rincón de la ciudad, justo cuando empezaba su metamorfosis a centro indiscutible de la movida rosarina, ahí mientras las casas se volvían cervecerías artesanales y la bohemia y el presunto romanticismo prostibulario se desvanecía, nos dimos la mano por primera vez. El famoso escritor era finalmente un cúmulo de extravagancia que llevaba con sencillez y humildad. Nunca escuché de su boca un autoelogio. Solo se limitó a regalarnos algunos de sus libros, un modo de acercarse que abrió un espacio distinto a la vecindad común y corriente, a veces matizado por su afiebrada relación con las mujeres. Daniel quería vivir enamorado, tenía una extraña pulsión a la seducción que practicaba tejiendo historias dónde era protagonista

Este es el Daniel que cruzó su vida con la mía, solo un pequeño recorte en los innumerables momentos que inventaba acá y allá, con unos y con otras. Su paso por la universidad, los medios de comunicación y la literatura sembraron, sin dudas, miles de anécdotas de amores y desencuentros. Era imposible no percibirlo en su contundencia.

Nos encontramos en su vejez de jeans y zapatillas, en su deambular sin cansancio, buscando refugio en los bares de la zona. Siempre parecía tener tiempo, quizás era ese tesoro el que más le admiraba, esa presencia sin apuros que desplegaba sentado en la esquina de Jujuy y Pueyrredón. En esas mesas, se volvía un verdadero conductor radial, instalando debates profundos, desafiando el ánimo de los comensales y los mozos. A todos daba charla: que los políticos, que la crisis, que esta bendita costumbre de tratar a los animales como mascotas. Su agenda era variada y para cada tema tenía una opinión.

Pichincha sin Briguet pierde un tono, un halo de otro tiempo, un brillo sin pretensiones. Todavía me parece verlo bajo el árbol de la puerta de su casa, con la mirada entregada de los que piensan demasiado.