Hace un tiempo, Jorge Valdano, un santafesino que resume casi como nadie la combinación entre el deporte y la vida, dijo que para él “el fútbol es la cosa más importante de las menos importantes”. A lo largo de estos años, y a la vez que se raleaba mi larga carrera de defensor en las ligas del interior o en los torneos de sábados por la tarde, tuve la suerte de correr detrás de la pelota desde otro ángulo, ya sin las medias hasta la rodilla y los pantalones cortos que empezaban a dejarme en ridículo.

Dos mundiales, varias copas Libertadores, una Sudamericana y más de una década de torneos locales, más el oficio del periodismo, me dieron la posibilidad de subirme incontables veces a micros y aviones para tratar de describir lo que pasaba lejos de Rosario. Pero, a la vez, esos viajes me permitieron tocar, oler y saborear contextos políticos y sociales históricos que cambiaron la realidad de distintas partes del mundo. Que transformaron la mía.

Tuve la enorme suerte de estar en dos mundiales. En 2006 pude comprobar la eficiencia y la organización alemana, y también los esfuerzos de gran parte de un pueblo por sacarse de encima el estigma de la matanza nazi, que estaba ahí, viva en cada muro y en cada línea divisoria entre el este y el oeste. En 2010 observé los vestigios del Apartheid en Sudáfrica, una profunda herida en el corazón del pueblo negro que solo pudo ser curada por el amor de un personaje único como Mandela.

En ambos casos, Alemania nos mató la ilusión de ver a Argentina otra vez campeón del mundo. No me tocó ir a Brasil 2014, pero el que no faltó a la cita fue el mismo verdugo de siempre.

Seis años atrás me ahogué con el calor húmedo de Guayaquil y con la altura de Quito. En el Malecón, junto al río Guayas, pisé el lugar exacto en el que se abrazaron Bolívar y San Martín, en el símbolo más humano de la libertad latinoamericana. En la capital, donde la Liga del Patón Bauza eliminó al Newell’s de Sensini de la Copa Sudamericana, experimenté en carne propia descender a bordo de un pequeño avión en el que está considerado uno de los aeropuertos más peligrosos del mundo.

En el invierno de 2009, viajé a Piriápolis a cubrir una pretemporada. En esa época del año, la ciudad uruguaya de la rambla y del río-mar ofrecía pocos atractivos turísticos, pero a los que viajamos se nos abrió una fantástica aventura por el viejo reino del fundador Francisco Piria, el alquimista que creó ese lugar y que lo llenó de magia. El Gran Hotel Argentino y su habitación reservada solo para fantasmas es otra joya de ese sitio alucinante.

Hace tres años, el fútbol me llevó a Santiago de Chile, ciudad deslumbrante, fría y atravesada por los eternos choques entre estudiantes que luchan por la educación pública y los carabineros que extrañan y veneran al dictador muerto Pinochet. En el partido de Copa Libertadores entre Newell’s y la U de Chile, el sombrío estadio Nacional estrenaba un pequeño rectángulo en la tribuna norte en memoria de los que fueron torturados y asesinados en sus entrañas.

La pelota también me llevó a Belo Horizonte, capital del estado de Minas Gerais, una ciudad que destaca, a diferencia de los grandes centros urbanos brasileños, por sus 14 mil bares y no por su carnaval o por sus playas (en efecto, no tiene). Camino a Venezuela bajamos en Manaos a cargar combustible: es increíble que allí, en el corazón del Amazonas, se haya levantado esa ciudad en la que hace un siglo los mercaderes del caucho (como cuenta Galeano en Las venas abiertas) encendían sus habanos con billetes de cien dólares.

La última Venezuela de Chávez

Cuando descendimos en el modesto aeropuerto de Barquisimeto, cuarta ciudad de Venezuela, el cáncer ya lo tenía acorralado a Hugo Chávez. En realidad, para buena parte de los venezolanos el comandante ya estaba muerto y el gobierno demoraba el anuncio de su deceso para organizar “la continuidad del saqueo del país”. Para la otra parte, el líder estaba “más vivo que nunca” y esperaban que se levantara para llevarlos hasta “la victoria final de la revolución bolivariana”. 

Era febrero de 2013 y el Newell’s de Martino llegaba a esa tierra bendecida por el petróleo, la música y las hermosura de sus mujeres y maldecida por la lucha de poderes y de clases.

Aquí algunos testimonios e imágenes que recogí en las calles, que transcribí para Rosario3.com desde la habitación 319 del hotel Príncipe de Barquisimeto y que estuve toda una noche tratando de enviar por correo electrónico gracias a la zigzagueante conexión de internet.

En el hall del hotel Príncipe me encontré con Miguel, un venezolano regordete de 45 años que revolvía viejos papeles e intentaba entender que decían “esos argentinos locos que vinieron por el fútbol”. Luego de masticar un rato la pregunta del periodista sobre la realidad política, social y económica del país, se animó a soltar: “Desde un principio yo estuve apoyando a Chávez, pero ahorita ya no. Le reconozco que ha hecho muchísimas cosas buenas, pero aquí en Lara le está haciendo la vida imposible a Henri Falcón (gobernador del estado de Lara, compañero de Chávez en el “Caracazo” de 1989, ahora opositor). Cada vez que viene a Lara, lo único que hace es regañar a Henri”.

“Para mí Chávez está muerto”, me disparó a quemarropa Carlos, un taxista de la línea que trabaja en el portal del inmenso centro comercial “Sambil”, y que también es pastor de una de las iglesias evangélicas de Venezuela. “En Venezuela no es la primera vez que esconden un presidente que está muerto, ya sucedió”, agregó. 

“Lo que sucede ahorita es que no saben a quién poner de sucesor; (el vicepresidente Nicolás) Maduro no tiene ningún tipo de formación y en el partido no tiene tan buena imagen primero porque siempre estuvo bajo el ala del presidente y segundo porque es partidario de la mano dura”, señaló.

Para estacionar frente a la entrada del hotel Príncipe, el taxista debió esperar que se moviera una camioneta roja en cuyo parabrisas, escrita con letras grandes y apuradas, se leía la frase: “Bienvenido comandante Chávez. ¡Volvió, el pueblo está feliz!”.  

“Todos estamos esperando noticias sobre Chávez, todos queremos saber qué va a pasar en este país”, me indicó Gin (“se escribe así, como la bebida”, aclaró), otro taxista de Barquisimeto. Cuando un grupo de periodistas rosarinos le preguntamos si nos podía ir a buscar al estadio después del partido, puso cara de circunstancia y lanzó: “Lo siento, pero a esa hora de la noche ya no trabajo. Lo hago por mi seguridad personal”.

Gin me habló de “la nafta más barata del mundo”. “Aquí la gasolina para el carro no cuesta nada, tiene un precio simbólico”, contó. Y me dio un par de ejemplos comparativos: “una gaseosa cuesta 20 veces más que un litro de combustible y un café en un bar, 30 veces más”.

“La realidad no es tan mala como muchos la pintan, aunque después de 14 años de gobierno, esperábamos estar mucho mejor. Sucede que antes de Chávez esta vaina era un desastre, nadie pagaba impuestos y los ricos hacían lo que querían. Para comprobar los verdaderos avances de estos gobiernos, hay que recorrer las barriadas”, describió el chofer.   

La inseguridad y la delincuencia golpeaban fuerte en Barquisimeto, una ciudad con mucho bullicio durante el día y sepulcral a partir de las ocho de la noche. En las vidrieras de algunos locales de comidas, llamaban poderosamente la atención unos carteles rojos que en la parte superior invitan a “no fumar” y en la parte inferior a “no ingresar con armas de fuego o municiones”.

Barquisimeto es llamada “la capital musical de Venezuela”. En febrero de 2013, un hombre entró al lobby del hotel llevando un instrumento parecido a una guitarra, pero más pequeño. “Es un cuatro, se afina de una manera diferente”, se adelantó a la pregunta. Luego se disculpó por no saludar y por no presentarse, y dijo: “Buenos días, yo soy el mejor guitarrista del mundo”.

Unos pocos días después, el actual presidente Nicolás Maduro anunció ante las cámaras que Hugo Chávez había sido derrotado por el cáncer.