El maizal brilla como si fuera parte del sol. Las hileras ocres lucen infinitas en este inicio de atardecer invernal. El ejército de plantas engaña. No es un campo grande pero sí uno especial en el corazón de Zavalla, pueblo del límite oeste del departamento Rosario. Es un lote de ocho hectáreas que tiene un rectángulo dentro: una casa, un galpón con maquinarias, un tractor unido a una fumigadora y, al fondo, una pileta. El último surco del cultivo corre en paralelo. La imagen es extraña: no hay distancia entre el agua para bañarse y lo que se supone un campo repleto de herbicidas, fungicidas y pesticidas. La foto podría ser una denuncia de uno de los pueblos fumigados del sur de Santa Fe. Pero no.

Hay una explicación para esta anomalía rural. Roberto "Toto" Schonfeld es el primer aplicador de biopreparados, insumos naturales que se usan en lo que se conoce como "periurbanos", terrenos en los alrededores de casas, escuelas y clubes de la población. Una ordenanza sancionada en 2011 prohibió las fumigaciones aéreas a menos de 3.000 metros del casco urbano y las terrestres en bandas de 200 a 800 metros, según el caso.

El maíz que parece salir de la pileta no tiene agrotóxicos, sino productos como supermagro, a base de bosta de vaca y leche, y otros preparados con ortiga o cola de caballo o consuelda.  

Schonfeld se compró hace dos años la fumigadora de arrastre que despliega aspersores en dos alas laterales. El tractor ya lo tenía. Es una máquina de uso exclusivo de los periurbanos de Zavalla y cuenta con apoyo de la administración local. El jefe comunal Guillermo Rajmil entendió que con prohibir no alcanzaba, debía fomentar salidas alternativas para esos productores alcanzados por la veda. Creó, en 2019, una “tasa ambiental” que pagan todos para financiar ese camino libre de contaminantes.

Ana Isla/Rosario3

 

Dejar atrás el método convencional de la siembra directa y el paquete de fitosanitarios fue brusco. Los productores afectados ensayaron con discos para malezas, rolos y cultivadores pero no funcionó. Daniel Graziosi recuerda que la primera soja que hizo sin insecticidas se la comió la chinche. Esos tropiezos iniciales cambiaron cuando el ingeniero agrónomo Claudio Benítez comenzó a asesorarlos y ser el nexo con la comuna y la Facultad de Ciencias Agrarias (que tiene un módulo y una Cátedra Libre de Agroecología).

Necesitaban variantes para reemplazar los agroquímicos que ya no podían usar. A diferencia de una huerta o cultivos de menor escala, Daniel y Roberto no podían (tampoco sabían) hacer un manejo agroecológico holístico, con animales, pasturas de cobertura, aromáticas que atraen insectos benéficos. Daniel trabaja en campos alquilados, uno propio y otro de la comuna: suma 50 hectáreas que quedaron dentro de la zona de periurbanos. Tuvo que adaptarse por obligación, pero de a poco descubrió una oportunidad que cambió su horizonte.

Cooperativa de mujeres

 

Como los barcos de la vieja europa que se lanzaban a conquistar las Indias y llegaban a América, la travesía por la agricultura regenerativa abraza la prueba y el error. Eso último les pasó a las mujeres de la fábrica de biopreparados Natural Bio en una de sus primeras excursiones en busca de materia prima. Juntaron bosta de vaca en el predio de la Facultad de Ciencias Agrarias de la UNR, gracias al convenio de intercambio que tienen, y llevaron el insumo al galpón.

Metieron el insumo en bolsas pero les faltaba un ingrediente para iniciar el preparado: no había azúcar mascabo en el pueblo. Entonces, dejaron todo un par de días y cuando consiguieron el último eslabón, volvieron. 

No hará falta, en el resto de sus vidas, que alguien les explique lo que es la fermentación. El estiércol había comenzado a pudrirse y tenía gusanos. El lugar era inhabitable. Desde entonces saben que deben completar en el día, sin dilaciones, y que antes de juntar la bosta y la leche tienen que tener todos los elementos para procesar.

Ana Isla/Rosario3

 

Ese aprendizaje fue en 2022, cuando ya tenían el predio cedido por la comuna, pero la historia comenzó antes. En 2020, nueve mujeres hicieron capacitaciones con las becas del Santa Fe Más: agroecología con perspectiva de género. Al año siguiente, empezaron a trabajar y al segundo se consolidaron como cooperativa de mujeres. Ahora son cinco las integrantes y dos de ellas, Paola Aquino y Magalí Villanueva, explican el paso a paso de lo que hacen a Rosario3.

De los cuatro biofertilizantes líquidos que fabrican, el más complejo es el supermagro. La bosta y la leche la retiran del tambo de la facultad. A cambio, cuando los agrónomos e investigadores necesitan, ellos le suministran sus insumos. En uno de los tachos azules altos, de 50 litros, meten la mezcla, que incluye agua sin cloro y tierra, de la capa superficial. 

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Cierran de forma hermética el recipiente salvo por una manguera que sale como escape desde el interior y la meten dentro de una botella de plástico con agua. Todo queda sellado. El proceso es anaeróbico, sin oxígeno. El ensayo se activa cuando empiezan las burbujas. El paso del tiempo hace lo suyo: dos meses en invierno o un mes y medio en verano. Cuando el fertilizante natural está listo, lo envasan para la venta en botellas de un litro y bidones de cinco.

Los huerteros compran la versión más chica y los aplicadores de periurbanos se llevan los bidones. Se diluye uno en diez litros de agua para su uso. También preparan purín de ortiga, consuelda y cola de caballo con distintas recetas. Hay plantas en el piso de la biofábrica. La hidratan como paso a previo al preparado. Son malezas o, en el mejor de los casos, adornos de jardín.

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El supermagro, que es el más caro, lo venden a 1800 pesos el litro. No es una producción continua. Hacen dos veces al año. Podrían abastecer a los 14 productores afectados por la ordenanza de periurbanos de Zavalla pero no todos demandan.

Los ingresos todavía no sostienen al emprendimiento. Como en Máximo Paz en los inicios del proyecto “Pueblo Verde”, la biofábrica de la cooperativa de mujeres necesita del aporte de la comuna. Se financia con la “tasa ambiental” en esta transición. Cambiar un modelo instalado hace décadas no es fácil, ni rápido, ni gratis.

La mutación de dos productores

 

Los biopreparados pueden ser muy verdes y saludables pero apestan. Son, después de todo, bosta de vaca y leche fermentada. Las plantas reverdecen, la tierra respira y las vaquitas de San Antonio celebran su regreso triunfal pero cada tanto un vecino se queja. "Me tiraron la bronca de un barrio abierto. Saben que no son agroquímicos pero tienen olor”, cuenta Roberto Schonfeld.

Además de bioaplicador, tiene las ocho hectáreas al oeste (el predio de la pileta que es lindero al Parque Villariño de la facultad) y otras cinco al este, donde antes tenía un horno de ladrillos. 

Daniel Graziosi, otros de los productores en transición, trabaja en 25 hectáreas de un campo de 170 que alquila, diez de una unidad propia y otras 15 que pertenecen a la comuna y hace las labores.

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Cuando empezaron en 2011 no había bioinsumos y todo era bastante nuevo. "Usábamos un disco para mover la tierra, un cultivador, que es distinto a la rastra porque tiene una azada abajo que va cortando y deja la maleza tirada, y el rolo que va al final del proceso y prensa la materia orgánica", explica. 

“Era jodido porque había problemas para lograr rindes y el dueño del campo me cobraba igual el alquiler. La verdad es que nadie quiere perder plata”, dice Graziosi. El asesoramiento y la inclusión de los biopreparados mejoró el escenario.

Produce en los dos modelos y puede comparar sus propios números, según los resultados del método convencional y el alternativo. El último trigo le dio 45 quintales con fertilizantes, herbicidas y foliares. Donde solo uso los bioinsumos, fueron 36 quintales. Pero como la diferencia de costos es de unos 10 quintales, al final del camino fue más rentable el cultivo sin agroquímicos. 

Además, en un circuito debe gastar en aplicaciones que cotizan en dólares de una multinacional mientras que en el segundo negocio interactúa con la cooperativa de mujeres de su pueblo y contrata a Roberto para la bioaplicación, en pesos

–Sí, es rentable. Solo tuve que gastar en purín de ortiga contra un hongo que le salió y ¿cuánto fue lo que me cobraste Toto? –pregunta Graziosi a su colega.

–No me acuerdo pero creo que 6.500 pesos por hectárea. Mi mayor costo es el gasoil y la mano de obra, porque después tengo que limpiar toda la máquina –responde Schonfeld.

El molino y la comparación

 

El viejo acopio de granos de la familia Graziosi fue reconvertido por los hermanos Daniel y Julián en un molino agroecológico. Adaptaron y renovaron una estructura para moler trigo que no había prosperado y ahora la hacen funcionar para agregar valor a sus cosechas.

Ese último paso es clave. El esfuerzo de cuidar la tierra y no usar fitosanitarios contaminantes no rinde si después no existe una cadena de comercialización que aprecie esa diferencias. Vender el grano de trigo junto con otras producciones convencionales no tiene sentido. 

Los Graziosi apostaron a procesar el trigo en harina y elaborar fideos, prepizzas y pizzetas que venden en un local propio del pueblo. Su marca, Masabia, también se encuentra en Rosario (en Empleados de Comercio, Corrientes 460).

Sumaron una desgerminadora que les permite procesar el maíz en el mismo molino y hacer polenta. Proyectan incursionar con harinas de arvejas y lentejas. “La clave es añadir valor y hacer alimentos libres de agrotóxicos”, dice Daniel y cuenta que registró un cambio en ese andar.

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“Nosotros –sigue– trabajamos 600 hectáreas en total. Vemos en el campo las dos cosas, el resultado de los dos modelos. De un lado están los cultivos convencionales y del otro lado ya empezás a ver otra cosa: hay más verde, la tierra tiene otro olor, ves bichos bolitas, otros nutrientes. Vas notando las diferencias y es el suelo que se está desintoxicando”.

Otras evoluciones acompañan. “La gente también está con otra cabeza y cambia su alimentación, lo que hacemos no es más caro que lo convencional”, afirma Julián, que está recién llegado de una reunión. Buscan armar una red de comercialización con otros productores. Con lo que ya existe, venden 120 paquetes por semana solo en Rosario: par de prepizzas a 1.600 pesos, pizzetas a 920, pizzetitas a mil y fideos a 950 (todo con un 30% más al consumidor).

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La propia comuna, que primero avanzó con la regulación y después implementó una tasa para financiar el nuevo modelo (3.600 pesos anuales), certifica la producción. Zavalla es parte de la Red Nacional de Municipios y Comunidades que fomentan la Agroecología (Renama). El ex titular de la disuelta Dirección Nacional de Agroecología, Eduardo Cerdá, les sugirió sumar un estudio de laboratorio para comparar los nutrientes de su harina con una industrial.

A pesar de que la convencional está enriquecida de forma artificial, el análisis del producto envasado en Zavalla tiene un 20% más de calcio y un 40% más de hierro, y algo más de proteínas.

De la enfermedad a la coherencia

 

La agroecología es más compleja que dejar de usar los químicos de la industria. No es solo reemplazarlos por otros menos nocivos, como los bioinsumos. Se trata de incorporar diversidad, de enriquecer sistemas para que prevengan plagas y enfermedades. Implica un cambio más profundo. El ingeniero agrónomo Claudio Benítez, el asesor detrás del proyecto periurbano en Zavalla, lo sabe porque lo transitó en su cuerpo.

Después de recibirse en la UNR, se especializó en combatir malezas. En 2012, comenzó a sentirse mal. Una enfermedad inmunológica agravó su cuadro y en 2016 tocó fondo. “Estuve internado mal, muy mal, no comía”, recuerda. Un médico holístico le impidió que siguiera en contacto con plaguicidas. Hizo una dieta para desintoxicarse. A los meses ya se sentía mejor.

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“Ese fue un punto de inflexión porque en la facultad nos forman para producir y vender veneno. Yo tenía contradicciones con eso y era crítico del modelo pero después de ese problema de salud cambié. Fue importante ser coherente con lo que pensaba”, resume. Desde abril de 2018 asesora a la comuna. Plasmó sus proyectos en la gestión de Rajmil, que es médico.

Benítez cree que las experiencias “crecen de forma atomizada” en la región a pesar de las dificultades. “La agroecología depende del Estado y de las políticas públicas. Este es un momento complejo a nivel nacional pero quedan los municipios y comunas”, dice y pone como ejemplo la construcción de un almacén para centralizar la venta de productos, al lado de la biofábrica. En 2023, llegaron a hacer los cimientos pero se quedaron sin fondos. Confía en que podrán terminarlo y seguir adelante.

 

* Este artículo se realizó gracias a la Beca ColaborAcción de investigación periodística 2024 entregada por la Fundación Gabo y Fundación Avina.