Un ejemplo de error literario aparece nada más ni nada menos que en el meticuloso escritor argentino Jorge Luis Borges, en el cuento “La Biblioteca de Babel”. Allí, el narrador describe el infinito de la biblioteca y dice que “una de las caras libres” del hexágono da a un pasillo, cuando en realidad deberían ser dos caras que den a dos pasillos para que se genere un flujo continuo de sala a sala.

Los distintos traductores mantuvieron el error del autor de “Ficciones”, excepto una edición francesa que se animó a corregir al cuentista argentino: “Chacun des pans libres…” (cada uno de los lados libres).

Otro ejemplo, pero a la inversa, es el final cambiado de “Neighbors” (“Vecinos”) el famoso cuento de Raymond Carver. En la versión original los vecinos cuidadores de una casa se olvidan la llave adentro y cuando tratan de abrir la puerta esta trabada. Sin embargo, en la traducción de Anagrama dice: “Estaba cerrado con llave” lo cual cambia todo el sentido y desconcierta al lector que intenta detectar algún componente fantástico u otra profundidad psicológica como explicación de lo que les sucede a esas personas con la casa del vecino.

Deshilvanando prolijamente el tejido de la escritura, el traductor puede encontrarse en el texto con algún error (o cometerlo), pero no le ha sucedido a Inés Garland, quien señala que tradujo a escritores “demasiado buenos” como para arrogarse el derecho de corregirlos y trata de mantener hasta combinaciones que considera equivocadas.

“Trato de no ordenar una frase desordenada si me doy cuenta de que en la lengua original se podría haber ordenado. Me gusta la incomodidad de lo que no se diría exactamente así en mi lengua materna. Se descubren maneras de mirar el mundo cuando se mira a través de los ojos de traducir, porque no solo el escritor tiene la mirada diferente, ya sea afín o disonante, también la lengua tiene una mirada diferente del mundo”, sostiene.

Según Ariel Dilon, desde el punto de vista del original, el traducido “es ‘siempre peor’, puesto que es otro”. Y cita al teórico Antoine Berman, quien contabilizó los modos de “deformación” por los que la traducción “destruye” su fuente: son numerosos y, en buena medida, inevitables.

“Para decirlo en un lenguaje menos catastrófico -marca Dilon- si una traducción fuera juzgada en términos de imitación, tal como la ejercen muchos actores, sería sin duda un producto fallido: un imitador que ni siquiera habla la lengua de su modelo, ¡dónde se ha visto! He allí tal vez el parentesco entre parodia y traducción: en ‘El gran dictador’ Chaplin ‘traduce’ el discurso de odio de Hitler en la glosolalia de su personaje, Adenoid Hinkel. La imitación produce risa; la traducción aspira en cambio a encender una trama de efectos compatible con la que suscita el original…”

“El único traductor cien por ciento fiel, el único triunfante, que sin duda no mejora ni empeora el texto fuente, es ‘Pierre Menard, autor del Quijote’, la obra que pergeñó Borges, seguramente desvelado por preguntas análogas a las nuestras -sostiene el traductor y autor- Los demás traductores, los de carne y hueso, debemos asumir las infinitas formas de la pérdida, siempre guiados por el deseo utópico de conservarlo absolutamente todo, y por la deontología resultante.

“Más allá de la problemática del etnocentrismo, toda lectura y toda traducción nos colocan en la doble posición de conquistadores y conquistados: como dos países que se invadieran mutuamente o dos brujas que se hechizaran una a la otra, o dos enamorados que al imantarse se destruyen. Ningún libro existe sino en el espacio de la consciencia de su lector, y no hay dos lectores iguales: jamás dos personas leyeron un mismo Quijote; jamás una persona leyó dos veces el mismo Fausto”, concluye Dilon.